Josefina Plá 1958
al que está en ella; pero yo estaba allí, y al borde, por fin, de algo nunca pensado, jamás temido hasta entonces, sabido si, acaso con una sabiduría desprevenida olvidada como una herramienta que nunca se usó.
En torno mío movíanse los hombres, pequeños y lamentables en su efímero siclo de experiencias. Solo alguno entre diez mil veía llegar a cien la cosecha de sus años, Ni uno en cien mil contorneaba el planeta en que había nacido; y morían sin conocer sino un pequeño retazo de ese mundo girante en los espacios, en el cual a su vez giraban sobre si mismos en un afanado girar de devanadera. Yo en cambio había sido como una fragata que diese sin cesar la vuelta a los océanos, y cuyos mástiles habían circunvolado las golondrinas de innumerables costas y estaciones, quedadas todas atrás sobre el mar infinito, incomprensiblemente redondo, que renovaba su centro sin deformarse, como la misma eternidad.
Ahora esa eternidad mía llegaba a su término, y de pronto había yo tomado conciencia de mi cuerpo. Hasta entonces, había yo vivido demasiado tiempo como para preocuparme de ello, como se preocupan constantemente los otros, esos pobres seres frágiles, de fácil corrupción deleznable en su efímera primavera, condenada a renovarse constantemente como en busca de una desconocida forma de la cual fuesen inaceptados esbozos.
Mi eternidad tocaba a su fin, y el tiempo adquiría para mi sentido, porque ahora tenía para mí una dimensión. El significado del tiempo era la angustia, ahora lo sabía, me había acompañado siempre, había estado en mí inoperante pero concreta, como la pupila en el ojo ciego. Era una angustia más vieja que yo todavía, despertada ahora para acompañar mi tiempo. Sentí por vez primera los latidos de mi corazón, comprendí por primera vez que el verdadero reloj está en el corazón del hombre. Es el más exacto medidor, él sabe que cada hora tiene su dimensión, distinta para cada una; distinta para cada cual. Y en tanto, la muchedumbre en torno mío crecía, y adquiría un contorno el paisaje; un paisaje dédalo de calles, cuyo centro yo buscaba sin encontrarlo, porque hallarlo sería hallar mi propio centro: el de la eternidad perdida.
En aquella noche, en aquella ciudad, en aquella plaza oscura, me encontré así de pronto de pie, inmóvil, mirando pasar la muchedumbre. Ninguno parecía verme, pero yo los veía a todos, y veía, con la clarividencia que aún no me había abandonado, cómo en cada corazón trabajaba el gusano de la ansiedad, royendo el resorte maestro de su efímero reloj. Sólo alguno, de cuando en cuando, se me aparecía diferente; eran seres menos concretos, menos agresivos a la vista que los demás, por cuyas venas no corría la sangre roja e insomne de los otros, sino un líquido hialino, semejante al acuoso humor de ciertas enredaderas. Vagaban como flotando entre los otros aunque pegados al suelo por el peso de tierra de su efimereidad; y sus gestos carecían de finalidad y de significado. Comprendí que estaban muertos en vida. Y olían como tales, con un olor de sosa podredumbre, mientras que los otros olían con un olor feral que colonias y perfumes no podían disimular.
Mi tiempo se agotaba y mi angustia crecía, porque no llegaba la revelación que sin saberlo había estado esperando. Conformarse con el fin, ahora lo comprendía, es difícil, porque nadie aprendió nunca la muerte. Yo había visto morir a millones, pero la muerte entonces no había tenido para mi significado. Había visto a millones poner la cabeza sobre la almohada, o contra la tierra y esperar; pero aún la más larga espera no enseñó a uno a morir. Ahora comprendía lo hermoso, lo terrible del gesto que nos apoya la mejilla contra la tierra, boca contra el polvo, donde millares de raíces se tienden dispuestas a trasvasar tu savia, donde mil vientos errabundos están preparados ´para llevar el mensaje de tu desintegración sin asco y sin horror, porque ellos saben que putrefacción es vida. Y durante un tiempo aun ese sitio en que caíste sigue siendo el centro del mundo.
Disminuía mi tiempo y yo sentía ese vaciarse del tiempo como si yo me desangrase.
Un joven se detuvo a mi lado sobre el césped. Tenía las mejillas tersas como de pulido mármol, lucientes los ojos, el cabello con lozanía de almácigo. Me miró sonriendo.
-Hermoso cielo, ¿no le parece?…me dijo.
Y yo sentí que el significado de ese cielo era el mismo de la vida que llegaba a mí de pronto como una marea arrolladora, inefable, ahogándome con su dulzura.
Ay, yo no había vivido en realidad.
Un anhelo incontenible subió por mis venas, rebosó desde mis pulmones, abrazándolos como un vapor caliente.
-Escucha -le dije. Dame cinco años de tu vida. Sólo cinco años, y a cambio de ellos pídeme lo que quieras.
-¿Cinco años de mi vida?... exclamó.
Y su acento al decirlo fue la perfecta medida de su avaricia y de mi locura.
-O un año –supliqué- siquiera un año ¿Qué es un año para ti?... Tíenes muchos. ¡Sólo un año!
-¿Un año?... repitió él como un eco. ¿Ignorás lo que es un año?... Durante este año he de encontrar a la mujer más bella de este mundo, a la que amare como amé ni amaré a ninguna otra. La presiento. Está ya cerca. Quizás esta noche misma la encuentre.
-Encontrarás otras -Susurre ansioso, servil-, otras más bellas todavía, y que te amarán más.
-Quizás, pero no serán ésta… dijo. Y se alejó de mí, mirándome con recelo, como quien se aparta de un biche desconocido y peligroso de cuya reacción no se está seguro, mientras mis párpados apretaban su amargor. Cuando los abrí una mujer joven y hermosa estaba allí, mirándome con sus ojos grandes como lunas en el agua. Me miraba con un resplandor de dicha que me traspasaba y se iba lejos de mí. Muy lejos. Ella comprendería. Ella podría salvarme.
-Dame un año de tu vida –le imploré. Un año. ¿Ves?... Poca cosa. A cambio puedo darte riquezas como nunca soñaste tener.
-¿Un año de mi vida?... Pero en este año debo casarme y tener un hijo. Un hijo rubio como él. El más hermoso de todos los hijos.
-Tienes mucho tiempo para tener otro. Más bello que este que sueñas.
-Sí. Pero no serán de él.
Se alejaba ya, mirándome también con recelo, como se mira a una víbora enroscada de la que no se sabe en qué momento saltará. Y mis ojos eran como los racimos negros de la sal.
Un niño rubio y grave ocupó enseguida su lugar. Me miró sonriendo. Mi corazón, como un gorrión, tembló en sus manecitas, inconclusas y cálidas.
-Dame un año de tu vida -le dije. Eres tan joven… ¿Qué es un año para ti?... Te daré oro, mucho oro…
-¿Un año de mi vida?... Pero si tengo que jugar este año como nunca. Y nunca habrá una primavera tan hermosa como esta para jugar. Aunque viva cien primaveras, ninguna será ya como ésta.
Y se fue corriendo. Me quedé de pronto solo en la soledad y en la sombra, desaparecida la muchedumbre silenciosa. Solo, perdida la esperanza de dilatar el minuto que se acercaba ya, desmesurado como el pensamiento imposible de una montaña gravitando sobre tu ojo. Y ese instante llegó por fin.
Llegó arrollador, inevitable, terrible como el Universo Revolviendose en tu entraña.
Y cuando llegó, inundando mis arterias, terraplenando los ojos de mis células, cegando mis pupilas con montañas de polvo, hice lo que antes que yo hicieron millones de millones de seres efímeros, lo que hace la bestia humilde llamada a consumación. Recliné mi cabeza, apoyé mi mejilla contra la tierra, mi boca contra el polvo; abrí, como abre los brazos el que cae desde el cielo, las compuertas reacias de esta carne acoquinada en su antiguo terror. Y en el mismo instante comprendí.
Comprendí que era muy simple, muy sencillo, casi adorable, casi envidiable.
Casi, casi, casi vivir otra vez.
FIN.
No hay comentarios:
Publicar un comentario