lunes, 1 de noviembre de 2021

La póra. Cuento completo

Por Gabriel Casaccia. Antología 1938


¿Cómo había llegado Fernando Pacheco hasta la estancia “El tuyuyú”? Desde los siete años estaba allí; y a los diez, más o menos, comenzó a prestar servicios fáciles y en su mayoría dentro de la casa; ahora, contaba con dieciséis. Era un muchacho taciturno, flaco y asoleado de piel… ¿Cómo había venido a parar a la estancia? Unos relataban el hecho de una manera y otros en forma muy distinta; pero sacando de ambas versiones sus partes más creíbles, se alcanzaba a componer una historia bastante verosímil, aunque algo oscura. Se decía que era hijo de Brigida, compañera de uno de los peones de El tuyuyú, la que un día huyó con otro peón que tenía mala fama. Años más tarde, cuando ya habían olvidado en la estancia la huida de Brigida, alguien trajo la noticia que Brigida había sido asesinada en el pueblo de Pedro Juan Caballero y que su compañero cruzó la frontera, huyendo al Brasil. Por unos días Brigida y su huida volvieron a revivir en la memoria de los habitantes de la estancia; y cuando este recuerdo iba apagándose, se avivó de nuevo con la presencia de Fernando. Lo trajo un viajero –así contaban- que pasó por allí diciendo que era hijo de Brigida. Pero ahora –años más tarde- los campesinos, ansiosos de revestir lo vulgar y cotidiano con el brillo de lo maravilloso y extraordinario, habían transformado el crimen de Brigida en una leyenda llena de ferocidades, sangre y misterio. De esta manera, la sombría aventura de su madre y su trágica muerte se habían apoderado de la imaginación de Fernando; y hoy, a los dieciséis años, muchos recuerdos de su infancia excitaban su fantasía. Algunos creían que esta facilidad de Fernando para recordar su infancia era obra de un poder y una fuerza sobrenaturales, porque su madre había muerto siendo él muy niño. Otros decían: iñe´ê reiva. Minucias del pasado que cobraban de súbito claridad y relieve impresionantes: la bronca figura del padre y la cenceña y sufrida de la madre; y después el entierro de ésta en aquel camposanto traspasado de cruces, como el corazón de La Dolorosa en la iglesia del pueblo. Sobre todo el cuerpo de su madre, de una enjutez extraordinaria, y sus facciones consumidas, las tenía siempre presentes, y se le habían vuelto una obsesión, tanto que dos o tres veces, yendo de camino, le sucedió, viendo a algunas mujeres por atrás, imaginar que eran su madre y adelantarse, llevado por un movimiento irresistible, para verles la cara.

Un atardecer, Darío, el capataz, al salir de la casa tropezó con Fernando que venía corriendo en sentido contrario. El chico tenía la cara demudada y le temblaban las manos y los labios. Al principio, no pudo articular palabra y luego que se hubo serenado, al cabo de un rato, comenzó a balbucear que hacía el lado del pesebre se le había aparecido una mujer alta, delgada, de color moreno, llevando el pelo suelto y el manto caído sobre los hombros. Al verla, quiso echar a correr, pero no pudo, porque el susto le había como aflojado las articulaciones. La rodeaba algo así como un humo o neblina, y la hierba no se movía bajo sus pies descalzos. Inmóvil, rígido de pavor, la estuvo mirando largo rato, y de pronto aquella póra le dijo claramente, sin despegar los labios:

-Che ko nde sy.

Aseguraba Fernando que la aparición aquella tenía una voz que sonaba como música. Darío, un tipo rústico, crédulo, no necesitó más para creer lo que Fernando le refería con tanta agitación y miedo. Él también había visto fantasmas y acechado con ojos medrosos la luz fosforescente y antinatural de los entierros. Sin embargo, trató de calmarlo y calmarse él también, simulando una serenidad que estaba muy lejos de sentir.

- Umicha mba´eko ndajaroviaia vaerã. Tekotevê ñandevyroite, ndeicha.

Habló así aparentando tranquilidad. Fernando, acostumbrado a obedecerle y respetarle, nada le respondió. Pero ni Dario ni nadie hubiese podido convencerle que lo que sus ojos acababan de ver eran fantasía e imaginaciones suyas. Nada. Ni amenazas, ni retos, ni castigos hubiesen conseguido borrar de sus pupilas la visión de aquella flaca y desmelenada figura de mujer que caminaba por la hierba sin hollarla.

Dario quedó preocupado por este raro suceso, y una tarde, charlando en el almacén del pueblo con Domingo, un viejo y respetable estanciero del pueblo, le contó lo que le había pasado a Fernando. A pesar de sus muchos años, y tal vez por eso, Domingo era muy supersticioso. Para él, El Pombero, El Jasy Jateré, El Teju jagua y otros seres por el estilo eran la más clara señal de que había otro mundo que se comunicaba con el nuestro por medio de esos extraños individuos, y constituían manifestaciones del poder de Dios. De esta conversación dedujo Dario que el fantasma que vio Fernando era el de su madre. Era pues, todo lo real que puede ser un fantasma y había que tomar precauciones y cuidarse para no tropezar con él en el momento menos pensado. Para no dar a la estancia triste renombre ni despertar alarma, a nadie contó el suceso. Pero su silencio de nada sirvió. Fernando se encargó de contarlo, y pronto los peones comenzaron a demostrar inquietud y susurrar comentarios. Bastante le costó a Dario tranquilizarlos.

Unos días después, Dario fue a ver a Domingo. Había preparado durante todo ese tiempo una objeción para demostrarle que se había equivocado al aceptar como reales las fantasías de Fernando. Si Domingo le daba la razón, podría dormir tranquilo con la seguridad de que la aparición vista por el muchacho era fruto de su imaginación exaltada. Hallo a Domingo mateando frente a su rancho, y al saludarlo, lo primero con que sus ojos se encontraron fue con esa su eterna y ladina sonrisa, que no se le caía de los labios y que, como otras veces, lo desconcertó. Tuvo que charlar de diversos asuntos para recuperar su perdida desenvoltura y cuando juzgo la ocasión propicia, trajo la conversación al terreno de los aparecidos y ánimas en pena. Sin embargo, nadie le quitaba de la cabeza la idea que desde el primer momento Domingo había adivinado cuál era la verdadera intención de su visita. A Domingo le pareció natural, en contra de lo que pensaba Dario, que el ánima de la madre de Fernando dejase de aparecer por algunos días. Esa ausencia no era ninguna prueba de que la póra sólo existía en la cabeza del muchacho. Pero cuando Dario esgrimió lo que él creía irrebatible argumento de que la madre de Fernando murió lejos de la estancia, en otra comarca y por consiguiente, no podía aparecer a cientos de leguas de distancia de su tumba, fueron tantas y tan al caso las pruebas que adujo Domingo para demostrarle lo contrario, que Dario se rindió a la evidencia, a pesar de que no le faltaban ganas de llevarle la contra. Domingo recordó la horripilante historia de Buenaventura, amigo de ambos y nacido en ese mismo valle, y el cual fue muerto en el Chaco. Su matador se vino escapado de allá y entró a trabajar en la estancia de Domingo. Pasó un año y otro y ya hasta al mismo asesino, se le había olvidado su crimen, cuando una noche oyeron penetrantes llamadas de socorro detrás de aquel rancho. Corrieron a ver lo que sucedía. Poco falto para que en la oscuridad pisaran el cuerpo sin vida del asesino de Buenaventura. A favor de las luces que llevaban pudieron notar que el cadáver tenía los ojos fuera de las órbitas y la cara acardenalada, y en el cuello la señal de unos dedos que por su longitud y forma, no parecían de ser humano. Cuando dos o tres horas después Dario tomó el camino de la estancia, iba rumiando mentalmente lo que le dijera domingo, y muy convencido de que el alma en pena de la madre de Fernando era un habitante más de la estancia, con quién había que contar de allí en adelante.

Durante el verano, Fernando acostumbraba dormir afuera, bajo el corredor de la casa, tendido sobre unas jergas y restos de arpillera, pero desde que tuvo la horrible aparición, ni amenazas, ni burlas, ni nada, conseguían hacerle dormir en su antiguo lugar, habiendo tomado como dormitorio, con la autorización de Dario, una pieza separada de la de éste pared por medio. Allí, en el suelo, echado sobre unos harapos, pasaba la noche. No bien comenzaba a caer la tarde entraba en la casa y ya no salía de ella por nada del mundo. Sin embargo, el ánima no volvió a aparecer. Pero en la estancia siguieron las preocupaciones, y eran tanto la opresión y el temor de los peones, que en los sucesos más parvos y comunes, como con el rumor del follaje, el pasturar y andar de los animales en la noche, las sombras movedizas en los claros de luna, recelaban la presencia del fantasma y se llenaban de miedo.

Por aquellos días, unos cuatreros que mantenían en zozobra a los estancieros de la comarca, robaron de El tuyuyú gran cantidad de ganado; poco después de este suceso, Dario fue al pueblo y en una partida de juego perdió una fuerte suma de dinero; y cómo si tantas desgracias juntas no fuesen bastante, al retornar al pueblo triste y sin un peso, halló a su parejero, hermoso caballo al que apreciaba muchísimo, muerto de modo misterioso. Malhumorado, no sabiendo a quien acusar de estas desgracias ni en quien descargar su enojo, terminó por hacer recaer toda la culpa en aquella maldita aparición que sin duda, se había propuesto perseguirle y causarle daño.

Nadie, por más que se empeñara, hubiese conseguido quitarle de la cabeza esta idea; pero como se veía impotente para luchar y defenderse contra un ser sobrenatural, y el cual seguramente poseía rápidos y extraordinarios medios de vencerle y producir aún peores daños, empezó a desquitarse en Fernando. Era éste que con su presencia traía al fantasma. ¡Si, hubiese estado lejos! Y por un momento, pensó en echarlo o alejarle de allí. Sin embargo, el cauto y prudente Domingo le hizo desistir de semejante propósito que podría acarrearle el odio y la dura venganza de la aparición. La falta más insignificante cometido por Fernando era motivo bastante para que Dario se encolerizase y le insultase. Veces hubo en que le castigó hasta lastimarle.

Pero un día las cosas se precipitaron. Una mañana lluviosa, visitando las caballerizas, se encontró Dario con que Fernando había olvidado poner la tranquera al pesebre del parejero de su predilección, y el cual ocupaba el lugar de aquel otro muerto un tiempo atrás. Notar el descuido y encolerizarse, fue todo uno. Su rabia aumentó al ver al parejero mojándose bajo la lluvia que caía en ese instante. Enfurecido se dirigió a la casa e hizo llamar a Fernando. No bien entró éste en el comedor, le agarró de los hombros, lo sacudió brutalmente, y luego tomando un rebenque, lo descargó varias veces sobre las espaldas del muchacho. Y al final le gritó:

- Upe haguere reketa un mes entero okápe. Agã upepe reikuaane.

En su rabia le había aplicado la pena más severa a que podía someterle. Para Fernando era un espantoso castigo. Tal fue su pánico que se echó de rodillas a los pies de Dario y suplicó, rogó, lloró buscando su perdón. Más todo fue inútil, Dario se mantuvo inflexible. Ese castigo le serviría de lección. Hasta llegó a justificar su enojo diciéndose que Fernando, abusando de su bondad, había terminado por volverse perezoso en el trabajo.

-Che perdona (na), che patrón (mí) –dijo Fernando- Anina upeicha che “castigá”

Se había apoderado de su ánimo una cruel y torturante angustia. Su imaginación revivía e inventaba espantables visiones, y se figuraba estar ya solo en el corredor desierto, frente al campo silencioso, agrandado hasta el infinito por las sombras de la noche, poblado de miles de extraños rumores y escondiendo entre sus negruras peligrosas asechanzas. Y a medida que su miedo le creaba otros y más temibles peligros, aumentaba su terror y con él sus lamentaciones y demandas de perdón. Pero de nada le valieron. Dario no cedió y cortó de golpe, diciéndole con lenguaje seco e imperativo:

-Tereho

Como única respuesta, Fernando puso se en pie, pero no hizo ademán de retirarse. Permaneció quieto, fijando en Dario una mirada perpleja, como si dudara de la realidad de lo que le estaba sucediendo. Dario sostuvo esa mirada de asombro y susto a la vez, y luego, tomando por desafío tanta insistencia, irritado volvió a alzar el látigo a la vez que le mandaba:

-¡Tereho ha´ema niko ndeve!

El muchacho parecía no darse por enterado. Entonces, Dario avanzó hacía él y profiriendo gritos e insultos, le sacó de la pieza a empellones.


Durante todo el día cayo una lluvia cernida, que impregnaba de tristeza y humedad el campo. Por la noche, Dario se encerró en la casa. Pasaron las horas. Durante todo el tiempo que Dario permaneció despierto en la cama oyó el roce del cuerpo de Fernando en el piso del corredor, al otro lado de la puerta, junto a la cual se había acostado para pasar la noche. Sintió se tentado de perdonarle y permitiera que durmiera dentro; pero se resistió a esos buenos impulsos. A media noche, le sobresaltaron aullidos y voces de auxilio, seguidos de fuertes golpes dados en la puerta. Quien los daba era Fernando. Tenían esas demandas de socorro un acento tan desesperado y angustioso que Dario, a pesar de la rudeza de su ánimo, sintió erizársele la piel. Saltó de la cama, corrió hacia la puerta y la abrió. El cuerpo de Fernando, apoyado contra la misma, desplomó se en el suelo. En ese momento, dos peones que oyeron los gritos acudieron; y entre ellos y Dario levantaron al muchacho y lo llevaron a la cama. Largos y pacientes cuidados necesitó Fernando para salir del profundo desmayo en que había caído, y luego una fiebre persistente y alta, que a ratos lo ponía en un estado delirante, lo mantuvo en el lecho más de un mes. Cuando logró levantarse, su delgadez y su aspecto de pobre imbécil llenaban de compasión y tristeza el corazón de los campesinos.

Transcurrió un año, y Fernando durante todo ese tiempo no presentó síntoma alguno de mejoría. Tampoco nadie alentaba la más leve esperanza de que recuperara la perdida razón. Su estado era en verdad lastimoso. A las preguntas que se le hacía para que explicase qué vio y qué trazas tenía el monstruo, el cual tanto daño le produjera, respondía con sonidos inarticulados y con su mirada de siempre, en la que se pintaba una expresión de alegría apagada, invariable, sin vida. Andaba por la estancia a su talante solo, y al encontrarse con alguien le sonreía, lanzaba dos o tres gritos sordos y continuaba su camino. Pero donde jamás osaba poner los pies, apartando la mirada con miedo era en el corredor, que parecía traer temibles recuerdos a su espíritu entorpecido. Había adquirido la costumbre de refugiarse en un rincón del comedor ni bien comenzaba a anochecer, y allí se estaba quieto, con los ojos clavados en la puerta, como si por ella hubiese de entrar alguien que iba a aterrorizarle de nuevo. Si Dario se hallaba presente en ese momento, su mirada se animaba, se volvía muy viva, saltando con inquietud de la puerta al capataz y de este a aquella. Resplandecía, a veces, en la mirada del idiota un rencor fuerte e inexplicable hacia Dario, un odio que ocupaba toda su vida y que era su único sentimiento humano. El capataz veía ese rencor irrazonable, que había brotado en el corazón de Fernando sin que su voluntad interviniera para nada, y que lo llevaba consigo tan naturalmente como llevaba los brazos. Dario se daba cuenta de que era inútil todo lo que hiciese por desarraigar tal sentimiento, ya que según él decía de estas cosas “ñande jara mante (O) dispone”. Sin embargo, aquellos ojos que vivían solo para mirarle con odio, embarazaban su vida y le inquietaban por lo mismo que no olvidaba la parte de culpa que le correspondía en la desgracia del muchacho.

Pasaron cuatro meses más y siempre se sucedían las mismas cosas: la mirada de rencor de Fernando y el desasosiego que ella producía en la vida de Dario. Pero un suceso banal, avivando aquel rencor, vino a trastornarlo todo. Uno de los peones, para amedrentarlo, le amenazó en broma que Dario, enojado no sé porque, le haría dormir por la noche en el corredor. Enorme pavor desencajó el rostro del muchacho, y cuando el peón, sin advertir ese terror, volvió a decirle: Nemongueta okápe Fernando dando muestras de pánico, corrió en dirección de la casa, cómo si alguien le persiguiera. Se refugió en el comedor y fue a sentarse, cual perro que huye temeroso del castigo, en su roncón de siempre. Atardecía. Largas sombras se deslizaban por el piso y las paredes. Toda la casa se hallaba sumergida en un hondo y campesino silencio. Desde su rincón, Fernando miraba el techo, miraba el suelo y miraba un fusil apoyado contra la pared, dejado allí por Dario. Por momentos su mirada se encendía con fulgores de inteligencia. Poco a poco, esa mirada que saltaba del techo al suelo y de aquí al fusil, se detuvo en este último.

Ese fusil de pie contra el muro pareció aplacar del todo la inquietud de su mirada, y sus ojos comenzaron a recorrerlo de arriba abajo con extraño regocijo. Sus labios empezaron a temblar y sus manos se agitaron. Se hallaba como obsesionado, como atraído irresistiblemente por el arma, y cuanto más la miraba tanto más crecia el movimiento convulso de sus manos. Se había levantado a medias, como si fuese a pegar un salto. Se oyó fuera la voz de Dario, fuerte, imperiosa como siempre. Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Fernando y un grito sordo, roto, se escapó de su boca, como si el grito se hubiera quebrado dentro de su pecho. Tendió la cabeza para escuchar, sonaron pasos en el corredor. El ruido animó en sus labios una enigmática sonrisa, los pasos se oyeron más cercanos, la atención de Fernando se hizo más intensa y al mismo tiempo una expresión de angustia contrajo su rostro. De súbito, el gesto del muchacho dio la sensación de que con un poderoso esfuerzo interior, había hecho saltar los cabos que sujetaban sus ansias criminales.

El gesto de tensión y angustia en su rostro se convirtió en gesto de alegría y placer profundo. Fue hasta el fusil, lo agarró y se lo echó a la cara apuntando hacia la puerta. Al aparecer Dario en ella, hizo fuego una vez, dos veces, tres veces. Después bajó el arma, miró hacía todos lados con expresión de miedo y fue a dejarla en su sitio. Y comenzó a dar gritos al ver que Dario, luego de dar varios pasos hacia adelante, caía al suelo. Después, silenciosamente fue a sentarse en su rincón con la misma mirada y la misma sonrisa sin expresión de todos los atardeceres.  

lunes, 4 de octubre de 2021

Cuento Azul. Cuento Completo.

Marguerite Yourcenar. Escrito en 1930 y publicado en 1993


Los mercaderes procedentes de Europa estaban sentados en el puente, de cara a la mar azul, en la sombra color índigo de las velas remendadas de retazos grises. El sol cambiaba constantemente de lugar entre los cordajes y, con el balanceo del barco, parecía estar saltando como una pelota que rebotara por encima de una red de mallas muy abiertas. El navío tenía que virar continuamente para evitar los escollos; el piloto, atento a la maniobra, se acariciaba el mentón azulado.

Al crepúsculo, los mercaderes desembarcaron en una orilla embaldosada de mármol blanco; vetas azuladas surcaban la superficie de las grandes losas que antaño fueran revestimiento de templos. La sombra que cada uno de los mercaderes arrastraba tras de sí por la calzada, al caminar en el sentido del ocaso, era más alargada, más estrecha y no tan oscura como en pleno mediodía; su tonalidad, de un azul muy pálido, recordaba a la de las ojeras que se extienden por debajo de los párpados de una enferma. En las blancas cúpulas de las mezquitas espejeaban inscripciones azules, cual tatuajes en un seno delicado; de vez en cuando, una turquesa se desprendía por su propio peso del artesonado y caía con un ruido sordo sobre las alfombras de un azul muelle y descolorido.

Se levantó la luna y emprendió una danza errática, como un espíritu endiablado, entre las tumbas cónicas del cementerio. El cielo era azul, semejante a la cola de escamas de una sirena, y el mercader griego encontraba en las montañas desnudas que bordeaban el horizonte un parecido con las grupas azules y rasas de los centauros.

Todas las estrellas concentraban su fulgor en el interior del palacio de las mujeres. Los mercaderes penetraron en el patio de honor para resguardarse del viento y del mar, pero las mujeres, asustadas, se negaban a recibirlos y ellos se desollaron en vano las manos a fuerza de llamar a las puertas de acero, relucientes como la hoja de un sable.

Tan intenso era el frío, que el mercader holandés perdió los cinco dedos de su pie izquierdo; al mercader italiano le amputó los dedos de la mano derecha una tortuga que él había tomado, en la oscuridad, por un simple cabujón de lapislázuli. Por fin, un negrazo salió del palacio llorando y les explicó que, noche tras noche, las damas rechazaban su amor por no tener la piel suficientemente oscura. El mercader griego supo congraciarse con el negro merced al regalo de un talismán hecho de sangre seca y de tierra de cementerio, así es que el nubio los introdujo en una gran sala color ultramar y recomendó a las mujeres que no hablaran demasiado alto para que no despertaran los camellos en su establo y no se alterasen las serpientes que chupan la leche del claro de luna.

Los mercaderes abrieron sus cofres ante los ojos ávidos de las esclavas, en medio de olorosos humos azules, pero ninguna de las damas respondió a sus preguntas y las princesas no aceptaron sus regalos. En una sala revestida de dorados, una china ataviada con un traje anaranjado los tachó de impostores, pues las sortijas que le ofrecían se volvían invisibles al contacto de su piel amarilla. Ninguno advirtió la presencia de una mujer vestida de negro, sentada en el fondo de un corredor, y como le pisaran sin darse cuenta los pliegues de su falda, ella los maldijo invocando al cielo azul en la lengua de los tártaros, invocando al sol en la lengua turca, e invocando la arena en la lengua del desierto. En una sala tapizada de telas de araña, los mercaderes no obtuvieron respuesta de otra mujer, vestida de gris, que sin cesar se palpaba para estar segura de que existía; en la siguiente sala, color grana, los mercaderes huyeron a la vista de una mujer vestida de rojo que se desangraba por una ancha herida abierta en el pecho, aunque ella parecía no darse cuenta, ya que su vestido no estaba ni siquiera manchado.

Pudieron al cabo refugiarse en el ala donde estaban las cocinas y allí deliberaron acerca del mejor medio para llegar hasta la caverna de los zafiros. Constantemente los molestaba el trajín de los aguadores, y un perro sarnoso fue a lamer el muñón azul del mercader italiano, el que había perdido los dedos. Al fin, vieron aparecer por la escalera de la bodega a una joven esclava que llevaba hielo granizado en un ataifor de cristal turbio; lo depositó sin mirar dónde, sobre una columna de aire, para dejarse las manos libres y poder saludar, levantándolas hasta la frente, donde llevaba tatuada la estrella de los magos. Sus cabellos azul-negros fluían desde las sienes hasta los hombros; sus ojos claros miraban el mundo a través de dos lágrimas; y su boca no era sino una herida azul. Su vestido color lavanda, de fina tela desteñida por hartos lavados, estaba desgarrado en las rodillas, pues la joven tenía por costumbre prosternarse para rezar y lo hacía constantemente.

Poco importaba que no comprendiera la lengua de los mercaderes, pues era sordomuda; así, se limitó a asentir gravemente con la cabeza cuando ellos inquirieron cómo ir hasta el tesoro mostrándole en un espejo sus ojos color de gema y señalando luego la huella de sus pasos en el polvo del corredor. El mercader griego le ofreció sus talismanes: la niña los rechazó como lo hubiera hecho una mujer dichosa, pero con la sonrisa amarga de una mujer desesperada; el mercader holandés le tendió un saco lleno de joyas, pero ella hizo una reverencia desplegando con las manos el pobre vestido todo roto, y no les fue posible adivinar si es que se juzgaba demasiado indigente o demasiado rica para tales esplendores.

Luego, con una brizna de hierba levantó el picaporte de la puerta y se encontraron en un patio redondo como el interior de un pozal, lleno hasta los bordes de la fría luz matinal. La joven se sirvió de su dedo meñique para abrir la segunda puerta que daba a la llanura y, uno tras otro, se encaminaron hacia el interior de la isla por un camino bordeado de matas de aloe. Las sombras de los mercaderes iban pegadas a sus talones, cual siete víboras pequeñas y negras, en tanto que la muchacha estaba desprovista de toda sombra, lo que les dio que pensar si no sería un fantasma.

Las colinas, azules a distancia, se volvían negras, pardas o grises a medida que se aproximaban; sin embargo, el mercader de la Turena no perdía el valor y para darse ánimos cantaba canciones de su tierra francesa. El mercader castellano recibió por dos veces la picadura de un escorpión y sus piernas se hincharon hasta las rodillas y cobraron un color de berenjena madura, pero no parecía sentir dolor alguno e incluso caminaba con el paso más seguro y más solemne que los otros, como si estuviera sostenido por dos gruesos pilares de basalto azul. El mercader irlandés lloraba viendo cómo gotas de sangre pálida perlaban los talones de la muchacha, que andaba descalza sobre cascos de porcelana y de vidrios rotos.


Cuando llegaron al sitio, tuvieron que arrastrarse de rodillas para entrar a la caverna, que no abría al mundo más que una boca angosta y agrietada. La gruta era, sin embargo, más espaciosa de lo que hubiera podido esperarse y, así que sus ojos hubieron hecho buenas migas con las tinieblas, descubrieron por doquier fragmentos de cielo entre las fisuras de la roca. Un lago muy puro ocupaba el centro del subterráneo, y cuando el mercader italiano lanzó una guija para calcular la profundidad, no se la oyó caer, pero se formaron pompas en la superficie, como si una sirena bruscamente desesperada hubiera expelido todo el aire que llenaba sus pulmones. El mercader griego empapó sus manos ávidas en aquella agua y las sacó teñidas hasta las muñecas, como si se tratara de la tina hirviendo de una tintorera; mas no logró apoderarse de los zafiros que bogaban, cual flotillas de nautilos, por aquellas aguas más densas que las de los mares. Entonces, la joven deshizo sus largas trenzas y sumergió los cabellos en el lago: los zafiros se prendieron en ellos como en las mallas sedosas de una oscura red. Llamó primero al mercader holandés, que se metió las piedras preciosas en las calzas; luego, al mercader francés, que se llenó el chapeo de zafiros; el mercader griego atiborró un odre que llevaba al mercader castellano, arrancándose los sudados guantes de cuero, los llenó y se los puso colgados al cuello, de tal suerte que parecía llevar dos manos cortadas. Cuando le llegó el turno al mercader irlandés, ya no quedaban zafiros en el lago; la joven esclava se quitó un colgante de abalorios que llevaba y por señas le ordenó que se lo pusiera sobre el corazón.

Salieron arrastrándose de la caverna y la muchacha pidió al mercader irlandés que la ayudara a rodar una gruesa piedra para cerrar la entrada. Luego, colocó un precinto confeccionado con un poco de arcilla y una hebra de sus cabellos.

El camino se les hizo más largo que a la ida por la mañana. El mercader castellano, que empezaba a sufrir a causa de sus piernas emponzoñadas, se tambaleaba y blasfemaba invocando el nombre de la madre de Dios. El mercader holandés, que estaba hambriento, trató de arrancar las azules brevas maduras, de una higuera, pero un enjambre de abejas ocultas en la espesura almibarada lo picaron profundamente en la garganta y en las manos.

Llegados al pie de las murallas, el grupo dio un rodeo para evitar a los centinelas y se dirigieron sin hacer ruido hacia el puerto de los pescadores de sirenas, que estaba siempre desierto, pues hacía largo tiempo que no se pescaban ya sirenas en aquel país. La barca flotaba blandamente en el agua, amarrada al dedo de un pie de bronce, único resto de una estatua colosal erigida antaño en honor a un dios del que ya nadie recordaba el nombre. En el muelle, la esclava sordomuda hizo intención de despedirse de los hombres, saludándolos con las manos puestas en el corazón; entonces, el mercader griego la tomó por las muñecas y la arrastró hasta el barco, movido por el propósito de venderla al príncipe veneciano del Negroponto, de quien se sabía que le gustaban las mujeres heridas o afectadas de alguna invalidez. La doncella se dejó llevar sin oponer resistencia y sus lágrimas, al caer sobre las maderas del puente, se transformaban en bellas aguamarinas, así es que sus verdugos se las ingeniaron para darle motivos que la hicieran llorar.

La dejaron desnuda y la ataron al palo mayor; su cuerpo era tan blanco que servía de fanal al barco en aquella noche clara navegando entre las islas. Cuando hubieron terminado su partida de palillos, los mercaderes bajaron a la cabina para echarse a dormir. Hacia el alba, el holandés subió al puente aguijoneado por el deseo y se acercó a la prisionera, dispuesto a violentarla. Mas he aquí que la niña había desaparecido: las ligaduras colgaban, vacías, del tronco negro del mástil, como un cinturón demasiado ancho, y en el lugar donde se habían posado sus pies suaves y delgados no quedaba otra cosa que un mantoncito de hierbas aromáticas que exhalaban un humillo azul.

En los días que siguieron reinó una calma chicha, y los rayos del sol, que caían a plomo sobre la lisa superficie color de algas, producían un chirrido de hierro candente sumergido en agua fría. Las piernas gangrenadas del mercader castellano se habían puesto azules como las montañas que se columbraban en el horizonte y purulentos regueros se deslizaban desde las tablas del puente hasta el mar. Cuando el sufrimiento se hizo intolerable, el hombre sacó del cinturón una ancha daga triangular y se cercenó a la altura de los muslos las dos piernas envenenadas. Murió agotado al despuntar la aurora, después de haber legado sus zafiros al mercader suizo, que era su enemigo mortal.

Al cabo de una semana recalaron en Esmirna y el mercader de Turena, que siempre había temido al mar, optó por desembarcar, con intención de continuar su viaje a lomos de una buena mula. Un banquero armenio le cambió los zafiros por diez mil monedas con la efigie del Preste Juan. Eran piezas perfectamente redondas y el francés cargó alegremente con ellas hasta trece mulos; pero, así que llegó a Angers, tras siete años de viaje, se encontró con la sorpresa de que las monedas del monarca-preste no tenían curso en su país.

En Ragusa, el mercader holandés trocó sus zafiros por una jarra de cerveza servida en el mismo muelle, pero tuvo que escupir aquel insulso líquido aventado que no tenía el mismo gusto que la cerveza de las tabernas de Ámsterdam. El mercader italiano desembarcó en Venecia con el propósito de hacerse proclamar Dogo, mas pereció asesinado al día siguiente de sus nupcias con la laguna. En cuanto al mercader griego, se le ocurrió atar los zafiros a un cabo largo y suspenderlos en el costado de la barca, esperando que el contacto con las olas fuera benéfico para su hermoso color azul. Al mojarse, las gemas se volvieron líquidas y apenas si añadieron al tesoro del mar unas pocas gotas de agua transparente. El hombre se consoló pescando peces y asándolos al rescoldo de la ceniza.

Un atardecer, al cabo de veintisiete días de navegación, el barco fue atacado por un corsario. El mercader de Basilea se tragó sus zafiros para sustraerlos de la avaricia de los piratas y murió de atroces dolores de entrañas. El griego se echó al mar y fue recogido por un delfín, que lo condujo hasta Tinos. El irlandés, molido a golpes, fue dejado por muerto en la barca, entre los cadáveres y los sacos vacíos; nadie se tomó la molestia de quitarle el colgante de falsas piedras azules, que no tenía ningún valor. Treinta días más tarde, la barca a la deriva entró por sí misma en el puerto de Dublín y el irlandés echó pie a tierra para mendigar un pedazo de pan.

Estaba lloviendo. Los tejados oblicuos de las casas bajas sugerían grandes espejos destinados a captar los espectros de la luz muerta. La calzada desigual se encharcaba más y más; el cielo, de un parduzco sucio, parecía tan cenagoso que ni los ángeles se hubieran atrevido a salir de la casa de Dios; las calles estaban desiertas; el puesto de un mercero ambulante, que vendía calcetines de lana cruda y cordones para los zapatos, se veía abandonado al borde de una acera debajo de un paraguas abierto. Los reyes y los obispos esculpidos en el pórtico de la catedral no hacían nada para impedir que cayera la lluvia sobre sus coronas o sus mitras, y la Magdalena recibía el agua en sus senos desnudos.


El mercader, todo desalentado, fue a sentarse bajo el pórtico junto a una joven mendiga, tan pobre que su cuerpo, azulenco de frío, se veía a través de los desgarrones de su vestido gris. Sus rodillas se entrechocaban ligeramente; sus dedos cubiertos de sabañones apretaban un mendrugo de pan. El mercader le pidió por el amor de Dios que se lo diera, y ella se lo tendió en el acto. El mercader hubiera querido regalarle el colgante de abalorios azules, puesto que no tenga ninguna otra cosa que ofrecer; más en vano buscó en sus bolsillos, alrededor de su cuello, entre las cuentas de su rosario. No hallándolo, se echó a llorar desconsolado: no poseía ya nada que pudiera recordarle el color del cielo y la tonalidad del mar en donde había estado a punto de perecer.

Suspiró profundamente y, como el crepúsculo y la fría niebla se espesaban en derredor, la muchachita se apretujó contra él para darle calor. El hombre le hizo preguntas acerca del país y ella le contestó en el tosco dialecto del pueblo que dejara antaño, siendo aún muy chico. Entonces, apartó los cabellos desgreñados que cubrían el rostro de la mendiga, pero tan sucio estaba que la lluvia iba trazando en él regueritos blancos, y el mercader descubrió horrorizado que la niña era ciega y que una siniestra nube velaba el ojo izquierdo. No dejó por ello, sin embargo, de posar su cabeza en aquellas rodillas mal cubiertas de harapos y se durmió sosegado: el ojo derecho, que había visto privado de mirada, era milagrosamente azul.

 

FIN.

martes, 21 de septiembre de 2021

El secreto. Cuento completo.

 Por María Luisa Bombal. 1941

Sé muchas cosas que nadie sabe.

Conozco del mar, de la tierra y del cielo infinidad de secretos pequeños y mágicos.

Esta vez, sin embargo, no contaré sino del mar.

Aguas abajo, más abajo de la honda y densa zona de tinieblas, el océano vuelve a iluminarse. Una luz dorada brota de gigantescas esponjas, refulgentes y amarillas como soles.

Toda clase de plantas y de seres helados viven allí sumidos en esa luz de estío glacial, eterno…

Actinias verdes y rojas se aprietan en anchos prados a los que se entrelazan las transparentes medusas que no rompieran aún sus amarras para emprender por los mares su destino errabundo.

Duros corrales blancos se enmarañan en matorrales estáticos por donde se escurren peces de un terciopelo sombrío que se abren y cierran blandamente, como flores.

Veo hipocampos. Es decir, diminutos corceles de mar, cuyas crines de algas se esparcen en lenta aureola alrededor de ellos cuando galopan silenciosos.

Y sé que si se llegaran a levantar ciertas caracolas grises de forma anodina puede encontrarse debajo a una sirenita llorando.

Y ahora recuerdo, recuerdo cuando de niños, saltando de roca en roca, refrenábamos nuestro impulso al borde imprevisto de un estrecho desfiladero. Desfiladero dentro del cual las olas al retirarse dejaran atrás un largo manto real hecho de espuma, de una espuma irisada, recalcitrante en morir y que susurraba, susurraba… algo así como un mensaje.

¿Entendieron ustedes entonces el sentido de aquel mensaje?

No lo sé.

Por mi parte debo confesar que lo entendí.

Entendí que era el secreto de su noble origen que aquella clase de moribundas espumas trataban de suspirarnos al oído…

—Lejos, lejos y profundo —nos confiaban— existe un volcán submarino en constante erupción. Noche y día su cráter hierve incansable y soplando espesas burbujas de lava plateada hacia la superficie de las aguas…

Pero el principal objetivo de estas breves líneas es contarles de un extraño, ignorado suceso, acaecido igualmente allá en lo bajo.


Es la historia de un barco pirata que siglos atrás rodara absorbido por la escalera de un remolino, y que siguiera viajando mar abajo entre ignotas corrientes y arrecifes sumergidos.

Furiosos pulpos abrazábanse mansamente a sus mástiles, como para guiarlo, mientras las esquivas estrellas de mar animaban palpitantes y confiadas en sus bodegas.

Volviendo al fin de su largo desmayo, el Capitán Pirata, de un solo rugido, despertó a su gente. Ordenó levar ancla.

Y en tanto, saliendo de su estupor, todos corrieron afanados, el Capitán en su torre, no bien paseara una segunda mirada sobre el paisaje, empezó a maldecir.

El barco había encallado en las arenas de una playa interminable, que un tranquilo claro de luna, color verde-umbrío, bañaba por parejo.

Sin embargo había aún peor:

Por doquiera revolviese el largavista alrededor del buque no encontraba mar.

 

—Condenado Mar —vociferó—. Malditas mareas que maneja el mismo Diablo. Mal rayo las parta. Dejarnos tirados costa adentro… para volver a recogernos quién sabe a qué siniestra malvenida hora…

Airado, volcó frente y televista hacia arriba, buscando cielo, estrellas y el cuartel de servicio en que velara esa luna de nefando resplandor.

Pero no encontró cielo, ni estrellas, ni visible cuartel.

Por Satanás. Si aquello arriba parecía algo ciego, sordo y mudo… Si era exactamente el reflejo invertido de aquel demoníaco, arenoso desierto en que habían encallado.

Y ahora, para colmo, esta última extravagancia. Inmóviles, silenciosas, las frondosas velas negras, orgullo de su barco, henchidas allá en los mástiles cuan ancho eran… y eso que no corría el menor soplo de viento.

—A tierra. A tierra la gente —se le oye tronar por el barco entero—. Cargar puñales, salvavidas. Y a reconocer la costa.

La plancha prestamente echada, una tripulación medio sonámbula desembarca dócilmente; su Capitán último en fila, arma de fuego en mano.

La arena que hollaran, hundiéndose casi al tobillo, era fina, sedosa, y muy fría.

Dos bandos. Uno marcha al Este. El otro, al Oeste. Ambos en busca del Mar. Ha ordenado el Capitán. Pero. . .

—Alto —vocifera deteniendo el trote desparramado de su gente—. El Chico acá de guardarrelevo. Y los otros proseguir. Adelante.

Y El Chico, un muchachito hijo de honestos pescadores, que frenético de aventuras y fechorías se había escapado para embarcarse en “El Terrible” (que era el nombre del barco pirata, así como el nombre de su capitán), acatando órdenes, vuelve sobre sus pasos, la frente baja y como observando y contando cada uno de ellos.

—Vaya el lerdo… el patizambo… el tortuga —reta el Pirata una vez al muchacho frente a él; tan pequeño a pesar de sus quince años, que apenas si llega a las hebillas de oro macizo de su cinturón salpicado de sangre.

“Niños a bordo” —piensa de pronto, acometido por un desagradable, indefinible malestar.

—Mi Capitán —dice en aquel momento El Chico, la voz muy queda—, ¿no se ha fijado usted que en esta arena los pies no dejan huella?

—¿Ni que las velas de mi barco echan sombra? —replica este, seco y brutal.

Luego su cólera parece apaciguarse de a poco ante la mirada ingenua, interrogante con que El Chico se obstina en buscar la suya.

—Vamos, hijo —masculla, apoyando su ruda mano sobre el hombro del muchacho—. El mar no ha de tardar. . .

—Sí, señor —murmura el niño, como quien dice: Gracias.

Gracias. La palabra prohibida. Antes quemarse los labios. Ley de Pirata.

“¿Dije Gracias?” —se pregunta El Chico, sobresaltado.

“¡Lo llamé: hijo!” —piensa estupefacto el Capitán.

—Mi Capitán —habla de nuevo El Chico—, en el momento del naufragio…

Aquí el Pirata parpadea y se endereza brusco.

—…del accidente, quise decir, yo me hallaba en las bodegas. Cuando me recobro, ¿qué cree usted? Me las encuentro repletas de los bichos más asquerosos que he visto…

—¿Qué clase de bichos?

—Bueno, de estrellas de mar… pero vivas. Dan un asco. Si laten como vísceras de humano recién destripado… Y se movían de un lado para otro buscándose, amontonándose y hasta tratando de atracárseme…

—Ja. Y tú asustado, ¿eh?

—Yo, más rápido que anguila, me lancé a abrir puertas, escotillas y todo; y a patadas y escobazos empecé a barrerlas fuera. ¡Cómo corrían torcido escurriéndose por la arena! Sin embargo, mi Capitán, tengo que decirle algo… y es que noté… que ellas sí dejaban huellas. . .

El terrible no contesta.

Y lado a lado ambos permanecen erguidos bajo esa mortecina verde luz que no sabe titilar, ante un silencio tan sin eco, tan completo, que de repente empiezan a oír.

A oír y sentir dentro de ellos mismos el surgir y ascender de una marea desconocida. La marea de un sentimiento del que no atinan a encontrar el nombre. Un sentimiento cien veces más destructivo que la ira, el odio o el pavor. Un sentimiento ordenado, nocturno, roedor. Y el corazón a él entregado, paciente y resignado.

—Tristeza —murmura al fin El Chico, sin saberlo. Palabra soplada a su oído.

Y entonces, enérgico, tratando de sacudirse aquella pesadilla, el Capitán vuelve a aferrarse del grito y del mal humor.

—Chico, basta. Y hablemos claro, Tú, con nosotros, aprendiste a asaltar, apuñalar, robar e incendiar… sin embargo, nunca te oí blasfemar.

Pausa breve; luego bajando la voz, el Pirata pregunta con sencillez.

—Chico, dime, tú has de saber… ¿En dónde crees tú que estamos?

—Ahí donde usted piensa, mi Capitán—contesta respetuosamente el muchacho…

—Pues a mil millones de pies bajo el mar, caray —estalla el viejo Pirata en una de esas sus famosas, estrepitosas carcajadas, que corta súbito, casi de raíz.

Porque aquello que quiso ser carcajada resonó tremendo gemido, clamor de aflicción de alguien que, dentro de su propio pecho, estuviera usurpando su risa y su sentir; de alguien desesperado y ardiendo en deseo de algo que sabe irremisiblemente perdido.

FIN