martes, 26 de enero de 2021

Niño Azoté de Roa Bastos: Genialidad con tres cabezas.

Niño Azoté, escrita en 1955 irremediablemente me trae a la memoria a la esencia de la novela Pedro Páramo, la percibo como un silencioso homenaje a la genialidad de una novela que marcó latinoamérica con su corriente de realismo mágico, en cuya trama se llega a descubrir al final de que todos estaban atrapados a medio camino entre una historia y el purgatorio. Muy similar es el sentimiento que nos embarga al establecer dicho paralelismo y terminar de leer el cuento de Roa Bastos en dónde tres historias convergen para explicar en un párrafo a la actualidad que pasa a formar parte, en línea temporal de una historia tan fantástica como trágica.
 
 Pasar por la irrupción casi cotidiana de los salvajes pueblos originarios en los ascentamientos de Asunción hasta la penuria que hizo pasar la revolución de los comuneros de 1721 al 43  a las familiar criollas, es navegar en una línea de tiempo que no ha dejado a ningún protagonista sobreviviente más que a la imagen del niño como testimonio palpable de todas esas vidas que fugazmente hemos honrado para dar vida a este pasaje de la historia hasta un cuento.
 
Otra de las razones para justificar la fabulosa y bien llamada anacronía literaria que llegamos a intuir al leer el cuento con la obra de Rulfo, es por el nombre de uno de los protagonistas: Don Pedro, quién fuera el padre del niño de quién se lleva a cabo la ceremonia popular. Sea o no fundada está sospecha en este cuento el imaginario colectivo contribuye a dar brillo a la interpretación literaria más osada, porque al fin de cuentas Don Pedro Páramo es padre también de toda una generación latinoamericana de "realistas mágicos". 
 
 La forma de abordar la creación narrativa de las tres historias es esbozando las historias de formas alternativas, divididas por un hilo argumental totalmente independiente uno de otro, hasta alcanzar el cenit de una diégesis que entretege el tiempo y el espacio del (los) relato (s) hasta un final objetivo que tiene como hilo conductor una figura objeto que sería la figura religiosa de un niño dios agasajado en las festividades populares de navidad y noche buena y un niño real, también centro de otra clase de ritual religioso, en un claro juego del lenguaje, de los símbolos y del significado de las palabras. La figura cambia de ser objeto a ser memoria y de ser memoria a ser una flor, transmutando en cada párrafo de cada historia y aún así manteniéndo la integridad esencial del relato de forma magistral. 

 Usando un tono narrativo serio y un estilo directo Roa Bastos nos describe desde la omnisciencia literaria unos personajes altivos y sanguinarios que pugnan entre la barbarie avasalladora que ve a la vida y la muerte como moneda corriente, con la civilización que busca sobrevivir a costa de sus propios relatos inventados en medio de las tragedias de sus habitantes lograndolo finalmente en el párrafo final, en la actualidad; dónde la civilización pasó a la barbarie de pisotear los derechos de quienes piensan en oposición a sus canónes, personificando una vez más en la misma figura objeto del niño dios en procesión.
 
El tema ronda en el compas circular que rige la historia del hombre en diferentes tiempos de su existencia como hacedor de su destino y con la consigna de que no pasa nada nuevo bajo el sol este cuento vuelve a la misma festividad de dónde partió desde hace quinientos años en un tiempo que todos están vivos o de que todos ya están muertos, tal cual la novela de Juan Rulfo.