martes, 21 de septiembre de 2021

El secreto. Cuento completo.

 Por María Luisa Bombal. 1941

Sé muchas cosas que nadie sabe.

Conozco del mar, de la tierra y del cielo infinidad de secretos pequeños y mágicos.

Esta vez, sin embargo, no contaré sino del mar.

Aguas abajo, más abajo de la honda y densa zona de tinieblas, el océano vuelve a iluminarse. Una luz dorada brota de gigantescas esponjas, refulgentes y amarillas como soles.

Toda clase de plantas y de seres helados viven allí sumidos en esa luz de estío glacial, eterno…

Actinias verdes y rojas se aprietan en anchos prados a los que se entrelazan las transparentes medusas que no rompieran aún sus amarras para emprender por los mares su destino errabundo.

Duros corrales blancos se enmarañan en matorrales estáticos por donde se escurren peces de un terciopelo sombrío que se abren y cierran blandamente, como flores.

Veo hipocampos. Es decir, diminutos corceles de mar, cuyas crines de algas se esparcen en lenta aureola alrededor de ellos cuando galopan silenciosos.

Y sé que si se llegaran a levantar ciertas caracolas grises de forma anodina puede encontrarse debajo a una sirenita llorando.

Y ahora recuerdo, recuerdo cuando de niños, saltando de roca en roca, refrenábamos nuestro impulso al borde imprevisto de un estrecho desfiladero. Desfiladero dentro del cual las olas al retirarse dejaran atrás un largo manto real hecho de espuma, de una espuma irisada, recalcitrante en morir y que susurraba, susurraba… algo así como un mensaje.

¿Entendieron ustedes entonces el sentido de aquel mensaje?

No lo sé.

Por mi parte debo confesar que lo entendí.

Entendí que era el secreto de su noble origen que aquella clase de moribundas espumas trataban de suspirarnos al oído…

—Lejos, lejos y profundo —nos confiaban— existe un volcán submarino en constante erupción. Noche y día su cráter hierve incansable y soplando espesas burbujas de lava plateada hacia la superficie de las aguas…

Pero el principal objetivo de estas breves líneas es contarles de un extraño, ignorado suceso, acaecido igualmente allá en lo bajo.


Es la historia de un barco pirata que siglos atrás rodara absorbido por la escalera de un remolino, y que siguiera viajando mar abajo entre ignotas corrientes y arrecifes sumergidos.

Furiosos pulpos abrazábanse mansamente a sus mástiles, como para guiarlo, mientras las esquivas estrellas de mar animaban palpitantes y confiadas en sus bodegas.

Volviendo al fin de su largo desmayo, el Capitán Pirata, de un solo rugido, despertó a su gente. Ordenó levar ancla.

Y en tanto, saliendo de su estupor, todos corrieron afanados, el Capitán en su torre, no bien paseara una segunda mirada sobre el paisaje, empezó a maldecir.

El barco había encallado en las arenas de una playa interminable, que un tranquilo claro de luna, color verde-umbrío, bañaba por parejo.

Sin embargo había aún peor:

Por doquiera revolviese el largavista alrededor del buque no encontraba mar.

 

—Condenado Mar —vociferó—. Malditas mareas que maneja el mismo Diablo. Mal rayo las parta. Dejarnos tirados costa adentro… para volver a recogernos quién sabe a qué siniestra malvenida hora…

Airado, volcó frente y televista hacia arriba, buscando cielo, estrellas y el cuartel de servicio en que velara esa luna de nefando resplandor.

Pero no encontró cielo, ni estrellas, ni visible cuartel.

Por Satanás. Si aquello arriba parecía algo ciego, sordo y mudo… Si era exactamente el reflejo invertido de aquel demoníaco, arenoso desierto en que habían encallado.

Y ahora, para colmo, esta última extravagancia. Inmóviles, silenciosas, las frondosas velas negras, orgullo de su barco, henchidas allá en los mástiles cuan ancho eran… y eso que no corría el menor soplo de viento.

—A tierra. A tierra la gente —se le oye tronar por el barco entero—. Cargar puñales, salvavidas. Y a reconocer la costa.

La plancha prestamente echada, una tripulación medio sonámbula desembarca dócilmente; su Capitán último en fila, arma de fuego en mano.

La arena que hollaran, hundiéndose casi al tobillo, era fina, sedosa, y muy fría.

Dos bandos. Uno marcha al Este. El otro, al Oeste. Ambos en busca del Mar. Ha ordenado el Capitán. Pero. . .

—Alto —vocifera deteniendo el trote desparramado de su gente—. El Chico acá de guardarrelevo. Y los otros proseguir. Adelante.

Y El Chico, un muchachito hijo de honestos pescadores, que frenético de aventuras y fechorías se había escapado para embarcarse en “El Terrible” (que era el nombre del barco pirata, así como el nombre de su capitán), acatando órdenes, vuelve sobre sus pasos, la frente baja y como observando y contando cada uno de ellos.

—Vaya el lerdo… el patizambo… el tortuga —reta el Pirata una vez al muchacho frente a él; tan pequeño a pesar de sus quince años, que apenas si llega a las hebillas de oro macizo de su cinturón salpicado de sangre.

“Niños a bordo” —piensa de pronto, acometido por un desagradable, indefinible malestar.

—Mi Capitán —dice en aquel momento El Chico, la voz muy queda—, ¿no se ha fijado usted que en esta arena los pies no dejan huella?

—¿Ni que las velas de mi barco echan sombra? —replica este, seco y brutal.

Luego su cólera parece apaciguarse de a poco ante la mirada ingenua, interrogante con que El Chico se obstina en buscar la suya.

—Vamos, hijo —masculla, apoyando su ruda mano sobre el hombro del muchacho—. El mar no ha de tardar. . .

—Sí, señor —murmura el niño, como quien dice: Gracias.

Gracias. La palabra prohibida. Antes quemarse los labios. Ley de Pirata.

“¿Dije Gracias?” —se pregunta El Chico, sobresaltado.

“¡Lo llamé: hijo!” —piensa estupefacto el Capitán.

—Mi Capitán —habla de nuevo El Chico—, en el momento del naufragio…

Aquí el Pirata parpadea y se endereza brusco.

—…del accidente, quise decir, yo me hallaba en las bodegas. Cuando me recobro, ¿qué cree usted? Me las encuentro repletas de los bichos más asquerosos que he visto…

—¿Qué clase de bichos?

—Bueno, de estrellas de mar… pero vivas. Dan un asco. Si laten como vísceras de humano recién destripado… Y se movían de un lado para otro buscándose, amontonándose y hasta tratando de atracárseme…

—Ja. Y tú asustado, ¿eh?

—Yo, más rápido que anguila, me lancé a abrir puertas, escotillas y todo; y a patadas y escobazos empecé a barrerlas fuera. ¡Cómo corrían torcido escurriéndose por la arena! Sin embargo, mi Capitán, tengo que decirle algo… y es que noté… que ellas sí dejaban huellas. . .

El terrible no contesta.

Y lado a lado ambos permanecen erguidos bajo esa mortecina verde luz que no sabe titilar, ante un silencio tan sin eco, tan completo, que de repente empiezan a oír.

A oír y sentir dentro de ellos mismos el surgir y ascender de una marea desconocida. La marea de un sentimiento del que no atinan a encontrar el nombre. Un sentimiento cien veces más destructivo que la ira, el odio o el pavor. Un sentimiento ordenado, nocturno, roedor. Y el corazón a él entregado, paciente y resignado.

—Tristeza —murmura al fin El Chico, sin saberlo. Palabra soplada a su oído.

Y entonces, enérgico, tratando de sacudirse aquella pesadilla, el Capitán vuelve a aferrarse del grito y del mal humor.

—Chico, basta. Y hablemos claro, Tú, con nosotros, aprendiste a asaltar, apuñalar, robar e incendiar… sin embargo, nunca te oí blasfemar.

Pausa breve; luego bajando la voz, el Pirata pregunta con sencillez.

—Chico, dime, tú has de saber… ¿En dónde crees tú que estamos?

—Ahí donde usted piensa, mi Capitán—contesta respetuosamente el muchacho…

—Pues a mil millones de pies bajo el mar, caray —estalla el viejo Pirata en una de esas sus famosas, estrepitosas carcajadas, que corta súbito, casi de raíz.

Porque aquello que quiso ser carcajada resonó tremendo gemido, clamor de aflicción de alguien que, dentro de su propio pecho, estuviera usurpando su risa y su sentir; de alguien desesperado y ardiendo en deseo de algo que sabe irremisiblemente perdido.

FIN

Maria Luisa Bombal. Una extraña clase de mujer.

 “Debería estar prohibido a los vivos tocar la carne misteriosa de los muertos”

Así reza una de las frases más memorables de la inmortal obra de esta escritora chilena. María Luisa Bombal y a la que trajo la Narratura de algunas de sus excursiones por el ciberespacio, como ofrenda a sus lectores.  

Sin embargo desoyendo esta frase, nos adentramos a diferentes aspectos de su biografía y que la vivió al límite de sus emociones como combustible para sus personajes que eran profundamente emocionales.  

"Recordar el ayer nos hace nacer. Imaginar el mañana nos hace nacer. Nacemos siempre en el presente. Siempre nacemos, jamás envejecemos. Siempre nacemos". 

María Luisa escribió novela, cuento, novela cortas y poesías a lo largo de su carrera literaria. Sin embargo, no siempre estuvo abocada a la literatura a pesar de tener actitudes innatas con las letras desde muy temprana edad, dejando patente que a los cinco ya había aprendido a leer y dominaba la ortografía.

Tras la muerte de su padre, ella, su madre y hermanas tuvieron que mudarse a Francia en donde ella pasaría la mayor parte de su niñez y adolescencia, periodo en el que adquirió el dominio del idioma. En 1928, a los dieciocho, ingresa a la Facultad de Letras de la Universidad de Sorbona donde obtuvo un certificado de literatura francesa que le daba derecho a ser profesora de literatura francesa, certificado que obtuvo con una tesis sobre Prosper Mérimée.

María Luisa Bombal recuerda uno de los momentos más felices de su vida como escritora:

 “Fue en La Sorbbone en Francia, cuando cursaba mi licenciado en letras, un gran profesor de literatura elogió un cuento mío entre cien mil más de nosotros sus estudiantes; algo como un concurso escrito de cuentos sobre el mismo tema. Nunca tuve mayor impresión de oír resonar mi nombre Marie Louise Bombal por todo el anfiteatro, había seleccionado sólo cuatro cuentos y el primero el mío (…) ¡uf! ¡De los mejores de mi vida!”, dice en entrevista con la escritora argentina Victoria Pueyrredon en 1972.

Y es en esa inquietud juvenil por explorar otras capacidades y aptitudes en donde comienzan a aparecer los primero frutos amargos de la vida de adulta que le esperaba al inicio de su camino. Más tarde, a raíz que su licenciatura definitiva en literatura hispánica le imponía un examen de Latín, Maria Luisa decide saltarse algunas clases, episodios en los que aprovechó para estudiar arte dramático en los cursos de l'Atelier con Charles Dullin​a escondidas del escrutinio de su madre y tíos ya que en esos tiempos era mal visto, que una señorita de sociedad se aventurara por las artes escénicas.

Entre estos dos pasajes de a continuación, se puede adivinar el preciso instante en que su carrera artística tomó su rumbo y cómo los acontecimientos fueron modelando su autonomía sobre una de las ramas junto con las sensaciones que más tarde perpetuaron en su forma de escritura y pensamiento, la autoridad de su rasgo distintivo.

Para entonces su madre había vuelto a Chile y de Maria Luisa se hacían cargo sus tíos: vivía en una pensión pero pasaba los fines de semana con ellos. ​ En aquel entonces el atelier Dullin solía utilizar a sus estudiantes de la escuela como extras en sus representaciones. María Luisa participó en una de ellas y fue reconocida por unos amigos de su familia en el público, quienes informaron a su tío.


Al día siguiente su propio tío la vio salir a escena y la obligó a salirse del teatro, dejando precedente de un auténtico escándalo al dejar de hacerse cargo de ella delante de su madre en París, obligándola a regresar junto a ella hasta su Chile Natal a bordo del barco “La reina del mar”. Más tarde, Maria Luisa declararía “que lo que la movió a renunciar fue que verdaderamente no consideraba tener vocación de actriz”. Un acomodo que ella adoptó ante el bochorno sobre las tablas en sus inicios como intérprete.

Al acomodarse en Chile y  sin nada más que hacer, se inclinó hacia la vida literaria de la mano de Marta Brunet, una escritora poco mayor que ella (veintitrés años) y quien la adentra en su primer acercamiento al mundo artístico de Santiago, donde conoce a figuras como Pablo Neruda y Julio Barrenechea. ​ La impresión que despierta en los escritores es unánime: “María Luisa Bombal tiene demasiada personalidad para ser mujer, libre de prejuicios”, “La abeja de fuego” la llamó Neruda, por enérgica y apasionada.

En 1932 con Marta Brunet forma la "Compañía Nacional de Dramas y Comedias", dirigida por Luis Pizarro, que estrena el 4 de noviembre en el Teatro Carrera. La abeja de fuego no se dejó acobardar y cuatro años después de aquel incidente en Paris, se dio otra oportunidad en las tablas, María Luisa toma un papel como actriz en Una mujer sin importancia de Oscar Wilde.​  Su desempeño es bien recibido por la crítica, dejando precedente de que talento no le faltaba.  Pero finalmente, el recuerdo de aquella vez en que su tío la había asaltado en medio de sus interpretaciones habían dejado huella en su personalidad a la hora de encarnar protagonistas sobre las tablas, se había apoderado de ella una falta de flexibilidad en la interpretación de los personajes, dejando un profundo ramalazo en su carrera de actriz que ella misma notaba y al que dio el final definitivo, al darse cuenta de que la cicatriz había sido demasiado profunda, eligiendo finalmente a la literatura.

Otro de los aspectos que re direccionó a su prosa es el de tener actitudes aptas para la música, ya que había tocado el violín hasta los diecisiete años cristalizando esa musicalidad en sus líneas escritas. Sensibilidad que le ha otorgado la capacidad de interpretar los sentimientos y misterios femeninos más profundos.

 “No podía hacer las dos cosas, el violín es un instrumento endiablado, que toma toda la vida (…) Entonces era una cosa u otra”, dijo María Luisa en entrevista con la escritora Victoria Pueyrredón.

Este periodo de su vida estuvo marcado por desencuentros en su vida artística en las tablas y a nivel sentimental marcando un hondo estado depresivo acentuado por la promesa de matrimonio fallida y la separación de Eulogio Sanchéz quien sería su primer y único gran amor y al que le debe uno de los quiebres emocionales más violentos de su vida en un intento de suicidio. Pablo Neruda que en ese momento se desempeñaba como cónsul en la ciudad de Buenos Aires, la invitó a pasar una temporada lejos de Santiago y todos los recuerdos que le podían acarrear a su estado depresivo.

Fue en ese periodo de su vida que conoció a Borges, y con quien entabló amistad y quizás inspiración para retomar su escritura en la cocina de la casa de Neruda, donde María Luisa encuentra su espacio y empieza su primera novela: La última niebla.

Es por esto que Neruda le da un nuevo apodo “mangosta”, el nombre de un animalito oriental que se acomoda en cualquier parte y es suave y discreto, pero que también es un predador pequeño y que tiene la suficiente bravura como para enfrentarse a venenosas serpientes.

No pasó mucho tiempo antes de que Neruda se sumara al otro lado de la mesa y confluyeran en ese espacio lecturas y críticas de sus respectivos proyectos. Por ese entonces, el poeta trabajaba en Residencia en la Tierra. Y más tarde Bombal reconoció la influencia de este libro en su propia escritura, una prosa a la que no pocos críticos han denominado poética.

Por ese entonces en 1938 Maria Luisa ya tenía el manuscrito de “La amortajada”, le habla a Borges sobre su novela pidiéndole que la leyera y le diera su opinión, soportó las críticas de Borges con valentía y a pesar de sus prohibiciones “La mangosta” siguió su cometido hasta publicar la novela el mismo año. Dejando el precedente de una obra que marco una huella imborrable en la literatura latinoamericana.

"Borges me dijo que ésa era una novela imposible de escribir porque se mezclaba lo realista y lo sobrenatural, pero no le hice caso", Bombal

 Asimismo, La amortajada, una de sus grandes novelas ha sido señalada como antecedente de Pedro Páramo, reconocida ampliamente como precursora de la corriente del realismo mágico y única novela del mexicano Juan Rulfo, publicada en 1955. El escritor mexicano señalaba a José Bianco que La amortajada era una novela que lo había impresionado profundamente en su juventud. De hecho, algunos estudiosos proponen a Bombal como la verdadera originaria del realismo mágico.

Dos años después en que comenzó meteóricamente su carrera como escritora, guionista de la película “La casa del recuerdo, de Saslavsky” Ella regresa a Chile, busca a Eulogio Sanchéz para cobrar venganza por la traición, ya que el había dejado en claro que jamás se volvería a casar y en esa vez habia regresado del extranjero con una nueva esposa. María Luisa da con él tras ocho años sin verse. Ella venía de Buenos Aires, del divorcio de un matrimonio de apariencia con su amigo Jorge Larco. Luego de encararlo, por la promesa de matrimonio fallida, por su desatino en el amor, le disparó tres veces, hiriéndolo solo en el brazo. A raíz del incidente va a la cárcel, ella declaró: "Al matarlo mataba mi mala suerte, mataba mi chuncho” el herido la eximió de toda culpa y una vez absuelta, viajó hasta los Estados Unidos.

Se asentó e hizo su vida en Nueva York donde se casó y tuvo una hija. Aprendió el idioma inglés y trabajó en doblaje, traducción y subtítulos de películas al español. Sin dejar de lado su vida literaria en la que escribió sus libros, la trenza y otros relatos y la maja y el ruiseñor. Publica la historia de María Griselda en una revista de estados unidos llamada: Norte edición 10. Logró la traducción de su novela la casa de la niebla al inglés que tuvo muy buenas críticas.

Al cabo de 1969 fallece su esposo y en 1973 regresa definitivamente a Chile, a continuar con su carrera literaria cosechando premios:


El 22 de septiembre de 1976 recibe el Premio Academia, por el buen uso del idioma castellano.

En 1976 publica su antigua novela inédita La historia de María Griselda, con la que obtiene el premio Libro de Oro, entregado por la Agrupación de Amigos del Libro.

En 1978 el 22 de diciembre, recibe el Premio "Joaquín Edwards Bello", otorgado a los valores literarios de la Quinta Región

 En 1980 le sorprende a María Luisa Bombal sus últimos días en el hospital El salvador por un coma hepático.

 Hasta aquí las extraordinarias peripecias de la vida de Bombal. Volviendo a sus trabajos como escritora, muchos comparan su prosa con Virginia Woolf y Faulkner por eso también te dejaremos por aquí el enlace para que leas uno de sus cuentos que se llama: "El secreto" y que de seguro estara en las Arcas de La Narratura personalmente yo encuentro cierto parecido con un cuento que se llama: "Cuento azul" de Marguerite Yourcenar y que por su belleza también va a pertenecer en breve al arcón de la Narratura.

jueves, 16 de septiembre de 2021

¿Cuánta tierra necesita un hombre? Cuento completo.

 Por Lev Tostoi. 1886

   
Lev Tolstoi en el arado. Leonid Osipovic Pasternak 1903
 

Érase una vez un campesino llamado Pahom, que había trabajado dura y honestamente para su familia, pero que no tenía tierras propias, así que siempre permanecía en la pobreza. “Ocupados como estamos desde la niñez trabajando la madre tierra -pensaba a menudo- los campesinos siempre debemos morir como vivimos, sin nada propio. Las cosas serían diferentes si tuviéramos nuestra propia tierra.”

Ahora bien, cerca de la aldea de Pahom vivía una dama, una pequeña terrateniente, que poseía una finca de ciento cincuenta hectáreas. Un invierno se difundió la noticia de que esta dama iba a vender sus tierras. Pahom oyó que un vecino suyo compraría veinticinco hectáreas y que la dama había consentido en aceptar la mitad en efectivo y esperar un año por la otra mitad.

“Qué te parece -pensó Pahom- Esa tierra se vende, y yo no obtendré nada.”

Así que decidió hablar con su esposa.

-Otras personas están comprando, y nosotros también debemos comprar unas diez hectáreas. La vida se vuelve imposible sin poseer tierras propias.

Se pusieron a pensar y calcularon cuánto podrían comprar. Tenían ahorrados cien rublos. Vendieron un potrillo y la mitad de sus abejas; contrataron a uno de sus hijos como peón y pidieron anticipos sobre la paga. Pidieron prestado el resto a un cuñado, y así juntaron la mitad del dinero de la compra. Después de eso, Pahom escogió una parcela de veinte hectáreas, donde había bosques, fue a ver a la dama e hizo la compra.

Así que ahora Pahom tenía su propia tierra. Pidió semilla prestada, y la sembró, y obtuvo una buena cosecha. Al cabo de un año había logrado saldar sus deudas con la dama y su cuñado. Así se convirtió en terrateniente, y talaba sus propios árboles, y alimentaba su ganado en sus propios pastos. Cuando salía a arar los campos, o a mirar sus mieses o sus prados, el corazón se le llenaba de alegría. La hierba que crecía allí y las flores que florecían allí le parecían diferentes de las de otras partes. Antes, cuando cruzaba esa tierra, le parecía igual a cualquier otra, pero ahora le parecía muy distinta.

Un día Pahom estaba sentado en su casa cuando un viajero se detuvo ante su casa. Pahom le preguntó de dónde venía, y el forastero respondió que venía de allende el Volga, donde había estado trabajando. Una palabra llevó a la otra, y el hombre comentó que había muchas tierras en venta por allá, y que muchos estaban viajando para comprarlas. Las tierras eran tan fértiles, aseguró, que el centeno era alto como un caballo, y tan tupido que cinco cortes de guadaña formaban una avilla. Comentó que un campesino había trabajado sólo con sus manos, y ahora tenía seis caballos y dos vacas.

El corazón de Pahom se colmó de anhelo.

“¿Por qué he de sufrir en este agujero -pensó- si se vive tan bien en otras partes? Venderé mi tierra y mi finca, y con el dinero comenzaré allá de nuevo y tendré todo nuevo”.

Pahom vendió su tierra, su casa y su ganado, con buenas ganancias, y se mudó con su familia a su nueva propiedad. Todo lo que había dicho el campesino era cierto, y Pahom estaba en mucha mejor posición que antes. Compró muchas tierras arables y pasturas, y pudo tener las cabezas de ganado que deseaba.


Al principio, en el ajetreo de la mudanza y la construcción, Pahom se sentía complacido, pero cuando se habituó comenzó a pensar que tampoco aquí estaba satisfecho. Quería sembrar más trigo, pero no tenía tierras suficientes para ello, así que arrendó más tierras por tres años. Fueron buenas temporadas y hubo buenas cosechas, así que Pahom ahorró dinero. Podría haber seguido viviendo cómodamente, pero se cansó de arrendar tierras ajenas todos los años, y de sufrir privaciones para ahorrar el dinero.

“Si todas estas tierras fueran mías -pensó-, sería independiente y no sufriría estas incomodidades.”

Un día un vendedor de bienes raíces que pasaba le comentó que acababa de regresar de la lejana tierra de los bashkirs, donde había comprado seiscientas hectáreas por sólo mil rublos.

-Sólo debes hacerte amigo de los jefes -dijo- Yo regalé como cien rublos en vestidos y alfombras, además de una caja de té, y di vino a quienes lo bebían, y obtuve la tierra por una bicoca.

“Vaya -pensó Pahom-, allá puedo tener diez veces más tierras de las que poseo. Debo probar suerte.”

Pahom encomendó a su familia el cuidado de la finca y emprendió el viaje, llevando consigo a su criado. Pararon en una ciudad y compraron una caja de té, vino y otros regalos, como el vendedor les había aconsejado. Continuaron viaje hasta recorrer más de quinientos kilómetros, y el séptimo día llegaron a un lugar donde los bashkirs habían instalado sus tiendas.

En cuanto vieron a Pahom, salieron de las tiendas y se reunieron en torno al visitante. Le dieron té y kurniss, y sacrificaron una oveja y le dieron de comer. Pahom sacó presentes de su carromato y los distribuyó, y les dijo que venía en busca de tierras. Los bashkirs parecieron muy satisfechos y le dijeron que debía hablar con el jefe. Lo mandaron a buscar y le explicaron a qué había ido Pahom.

El jefe escuchó un rato, pidió silencio con un gesto y le dijo a Pahom:

-De acuerdo. Escoge la tierra que te plazca. Tenemos tierras en abundancia.

-¿Y cuál será el precio? -preguntó Pahom.

-Nuestro precio es siempre el mismo: mil rublos por día.

Pahom no comprendió.

-¿Un día? ¿Qué medida es ésa? ¿Cuántas hectáreas son?

-No sabemos calcularlo -dijo el jefe-. La vendemos por día. Todo lo que puedas recorrer a pie en un día es tuyo, y el precio es mil rublos por día.

Pahom quedó sorprendido.

-Pero en un día se puede recorrer una vasta extensión de tierra -dijo.

El jefe se echó a reír.

-¡Será toda tuya! Pero con una condición. Si no regresas el mismo día al lugar donde comenzaste, pierdes el dinero.

-¿Pero cómo debo señalar el camino que he seguido?

-Iremos a cualquier lugar que gustes, y nos quedaremos allí. Puedes comenzar desde ese sitio y emprender tu viaje, llevando una azada contigo. Donde lo consideres necesario, deja una marca. En cada giro, cava un pozo y apila la tierra; luego iremos con un arado de pozo en pozo. Puedes hacer el recorrido que desees, pero antes que se ponga el sol debes regresar al sitio de donde partiste. Toda la tierra que cubras será tuya.

Pahom estaba alborozado. Decidió comenzar por la mañana. Charlaron, bebieron más kurniss, comieron más oveja y bebieron más té, y así llegó la noche. Le dieron a Pahom una cama de edredón, y los bashkirs se dispersaron, prometiendo reunirse a la mañana siguiente al romper el alba y viajar al punto convenido antes del amanecer.

Pahom se quedó acostado, pero no pudo dormirse. No dejaba de pensar en su tierra.

“¡Qué gran extensión marcaré! -pensó-. Puedo andar fácilmente cincuenta kilómetros por día. Los días ahora son largos, y un recorrido de cincuenta kilómetros representará gran cantidad de tierra. Venderé las tierras más áridas, o las dejaré a los campesinos, pero yo escogeré la mejor y la trabajaré. Compraré dos yuntas de bueyes y contrataré dos peones más. Unas noventa hectáreas destinaré a la siembra y en el resto criaré ganado.”

Por la puerta abierta vio que estaba rompiendo el alba.

-Es hora de despertarlos -se dijo-. Debemos ponernos en marcha.

Se levantó, despertó al criado (que dormía en el carromato), le ordenó uncir los caballos y fue a despertar a los bashkirs.

-Es hora de ir a la estepa para medir las tierras -dijo.

Los bashkirs se levantaron y se reunieron, y también acudió el jefe. Se pusieron a beber más kurniss, y ofrecieron a Pahom un poco de té, pero él no quería esperar.

-Si hemos de ir, vayamos de una vez. Ya es hora.

Los bashkirs se prepararon y todos se pusieron en marcha, algunos a caballo, otros en carros. Pahom iba en su carromato con el criado, y llevaba una azada. Cuando llegaron a la estepa, el cielo de la mañana estaba rojo. Subieron una loma y, apeándose de carros y caballos, se reunieron en un sitio. El jefe se acercó a Pahom y extendió el brazo hacia la planicie.

-Todo esto, hasta donde llega la mirada, es nuestro. Puedes tomar lo que gustes.

A Pahom le relucieron los ojos, pues era toda tierra virgen, chata como la palma de la mano y negra como semilla de amapola, y en las hondonadas crecían altos pastizales.

El jefe se quitó la gorra de piel de zorro, la apoyó en el suelo y dijo:

-Ésta será la marca. Empieza aquí y regresa aquí. Toda la tierra que rodees será tuya.

Pahom sacó el dinero y lo puso en la gorra. Luego se quitó el abrigo, quedándose con su chaquetón sin mangas. Se aflojó el cinturón y lo sujetó con fuerza bajo el vientre, se puso un costal de pan en el pecho del jubón y, atando una botella de agua al cinturón, se subió la caña de las botas, empuñó la azada y se dispuso a partir. Tardó un instante en decidir el rumbo. Todas las direcciones eran tentadoras.

-No importa -dijo al fin-. Iré hacia el sol naciente.

Se volvió hacia el este, se desperezó y aguardó a que el sol asomara sobre el horizonte.

“No debo perder tiempo -pensó-, pues es más fácil caminar mientras todavía está fresco.”


Los rayos del sol no acababan de chispear sobre el horizonte cuando Pahom, azada al hombro, se internó en la estepa.

Pahom caminaba a paso moderado. Tras avanzar mil metros se detuvo, cavó un pozo y apiló terrones de hierba para hacerlo más visible. Luego continuó, y ahora que había vencido el entumecimiento apuró el paso. Al cabo de un rato cavó otro pozo.

Miró hacia atrás. La loma se veía claramente a la luz del sol, con la gente encima, y las relucientes llantas de las ruedas del carromato. Pahom calculó que había caminado cinco kilómetros. Estaba más cálido; se quitó el chaquetón, se lo echó al hombro y continuó la marcha. Ahora hacía más calor; miró el sol; era hora de pensar en el desayuno.

-He recorrido el primer tramo, pero hay cuatro en un día, y todavía es demasiado pronto para virar. Pero me quitaré las botas -se dijo.

Se sentó, se quitó las botas, se las metió en el cinturón y reanudó la marcha. Ahora caminaba con soltura.

“Seguiré otros cinco kilómetros -pensó-, y luego giraré a la izquierda. Este lugar es tan promisorio que sería una pena perderlo. Cuanto más avanzo, mejor parece la tierra.”

Siguió derecho por un tiempo, y cuando miró en torno, la loma era apenas visible y las personas parecían hormigas, y apenas se veía un destello bajo el sol.

“Ah -pensó Pahom-, he avanzado bastante en esta dirección, es hora de girar. Además estoy sudando, y muy sediento.”

Se detuvo, cavó un gran pozo y apiló hierba. Bebió un sorbo de agua y giró a la izquierda. Continuó la marcha, y la hierba era alta, y hacía mucho calor.

Pahom comenzó a cansarse. Miró el sol y vio que era mediodía.

“Bien -pensó-, debo descansar.”

Se sentó, comió pan y bebió agua, pero no se acostó, temiendo quedarse dormido. Después de estar un rato sentado, siguió andando. Al principio caminaba sin dificultad, y sentía sueño, pero continuó, pensando: “Una hora de sufrimiento, una vida para disfrutarlo”.

Avanzó un largo trecho en esa dirección, y ya iba a girar de nuevo a la izquierda cuando vio un fecundo valle. “Sería una pena excluir ese terreno -pensó-. El lino crecería bien aquí.”. Así que rodeó el valle y cavó un pozo del otro lado antes de girar. Pahom miró hacia la loma. El aire estaba brumoso y trémulo con el calor, y a través de la bruma apenas se veía a la gente de la loma.

“¡Ah! -pensó Pahom-. Los lados son demasiado largos. Este debe ser más corto.” Y siguió a lo largo del tercer lado, apurando el paso. Miró el sol. Estaba a mitad de camino del horizonte, y Pahom aún no había recorrido tres kilómetros del tercer lado del cuadrado. Aún estaba a quince kilómetros de su meta.

“No -pensó-, aunque mis tierras queden irregulares, ahora debo volver en línea recta. Podría alejarme demasiado, y ya tengo gran cantidad de tierra.”.

Pahom cavó un pozo de prisa.

Echó a andar hacia la loma, pero con dificultad. Estaba agotado por el calor, tenía cortes y magulladuras en los pies descalzos, le flaqueaban las piernas. Ansiaba descansar, pero era imposible si deseaba llegar antes del poniente. El sol no espera a nadie, y se hundía cada vez más.

“Cielos -pensó-, si no hubiera cometido el error de querer demasiado. ¿Qué pasará si llego tarde?”


Miró hacia la loma y hacia el sol. Aún estaba lejos de su meta, y el sol se aproximaba al horizonte.

Pahom siguió caminando, con mucha dificultad, pero cada vez más rápido. Apuró el paso, pero todavía estaba lejos del lugar. Echó a correr, arrojó la chaqueta, las botas, la botella y la gorra, y conservó sólo la azada que usaba como bastón.

“Ay de mí. He deseado mucho, y lo eché todo a perder. Tengo que llegar antes de que se ponga el sol.”

El temor le quitaba el aliento. Pahom siguió corriendo, y la camisa y los pantalones empapados se le pegaban a la piel, y tenía la boca reseca. Su pecho jadeaba como un fuelle, su corazón batía como un martillo, sus piernas cedían como si no le pertenecieran. Pahom estaba abrumado por el terror de morir de agotamiento.

Aunque temía la muerte, no podía detenerse. “Después que he corrido tanto, me considerarán un tonto si me detengo ahora”, pensó. Y siguió corriendo, y al acercarse oyó que los bashkirs gritaban y aullaban, y esos gritos le inflamaron aún más el corazón. Juntó sus últimas fuerzas y siguió corriendo.

El hinchado y brumoso sol casi rozaba el horizonte, rojo como la sangre. Estaba muy bajo, pero Pahom estaba muy cerca de su meta. Podía ver a la gente de la loma, agitando los brazos para que se diera prisa. Veía la gorra de piel de zorro en el suelo, y el dinero, y al jefe sentado en el suelo, riendo a carcajadas.

“Hay tierras en abundancia -pensó-, ¿pero me dejará Dios vivir en ellas? ¡He perdido la vida, he perdido la vida! ¡Nunca llegaré a ese lugar!”

Pahom miró el sol, que ya desaparecía, ya era devorado. Con el resto de sus fuerzas apuró el paso, encorvando el cuerpo de tal modo que sus piernas apenas podían sostenerlo. Cuando llegó a la loma, de pronto oscureció. Miró el cielo. ¡El sol se había puesto! Pahom dio un alarido.

“Todo mi esfuerzo ha sido en vano”, pensó, y ya iba a detenerse, pero oyó que los bashkirs aún gritaban, y recordó que aunque para él, desde abajo, parecía que el sol se había puesto, desde la loma aún podían verlo. Aspiró una buena bocanada de aire y corrió cuesta arriba. Allí aún había luz. Llegó a la cima y vio la gorra. Delante de ella el jefe se reía a carcajadas. Pahom soltó un grito. Se le aflojaron las piernas, cayó de bruces y tomó la gorra con las manos.

-¡Vaya, qué sujeto tan admirable! -exclamó el jefe-. ¡Ha ganado muchas tierras!

El criado de Pahom se acercó corriendo y trató de levantarlo, pero vio que le salía sangre de la boca. ¡Pahom estaba muerto!

Los pakshirs chasquearon la lengua para demostrar su piedad.

Su criado empuñó la azada y cavó una tumba para Pahom, y allí lo sepultó. Dos metros de la cabeza a los pies era todo lo que necesitaba.

FIN.