lunes, 1 de noviembre de 2021

La póra. Cuento completo

Por Gabriel Casaccia. Antología 1938


¿Cómo había llegado Fernando Pacheco hasta la estancia “El tuyuyú”? Desde los siete años estaba allí; y a los diez, más o menos, comenzó a prestar servicios fáciles y en su mayoría dentro de la casa; ahora, contaba con dieciséis. Era un muchacho taciturno, flaco y asoleado de piel… ¿Cómo había venido a parar a la estancia? Unos relataban el hecho de una manera y otros en forma muy distinta; pero sacando de ambas versiones sus partes más creíbles, se alcanzaba a componer una historia bastante verosímil, aunque algo oscura. Se decía que era hijo de Brigida, compañera de uno de los peones de El tuyuyú, la que un día huyó con otro peón que tenía mala fama. Años más tarde, cuando ya habían olvidado en la estancia la huida de Brigida, alguien trajo la noticia que Brigida había sido asesinada en el pueblo de Pedro Juan Caballero y que su compañero cruzó la frontera, huyendo al Brasil. Por unos días Brigida y su huida volvieron a revivir en la memoria de los habitantes de la estancia; y cuando este recuerdo iba apagándose, se avivó de nuevo con la presencia de Fernando. Lo trajo un viajero –así contaban- que pasó por allí diciendo que era hijo de Brigida. Pero ahora –años más tarde- los campesinos, ansiosos de revestir lo vulgar y cotidiano con el brillo de lo maravilloso y extraordinario, habían transformado el crimen de Brigida en una leyenda llena de ferocidades, sangre y misterio. De esta manera, la sombría aventura de su madre y su trágica muerte se habían apoderado de la imaginación de Fernando; y hoy, a los dieciséis años, muchos recuerdos de su infancia excitaban su fantasía. Algunos creían que esta facilidad de Fernando para recordar su infancia era obra de un poder y una fuerza sobrenaturales, porque su madre había muerto siendo él muy niño. Otros decían: iñe´ê reiva. Minucias del pasado que cobraban de súbito claridad y relieve impresionantes: la bronca figura del padre y la cenceña y sufrida de la madre; y después el entierro de ésta en aquel camposanto traspasado de cruces, como el corazón de La Dolorosa en la iglesia del pueblo. Sobre todo el cuerpo de su madre, de una enjutez extraordinaria, y sus facciones consumidas, las tenía siempre presentes, y se le habían vuelto una obsesión, tanto que dos o tres veces, yendo de camino, le sucedió, viendo a algunas mujeres por atrás, imaginar que eran su madre y adelantarse, llevado por un movimiento irresistible, para verles la cara.

Un atardecer, Darío, el capataz, al salir de la casa tropezó con Fernando que venía corriendo en sentido contrario. El chico tenía la cara demudada y le temblaban las manos y los labios. Al principio, no pudo articular palabra y luego que se hubo serenado, al cabo de un rato, comenzó a balbucear que hacía el lado del pesebre se le había aparecido una mujer alta, delgada, de color moreno, llevando el pelo suelto y el manto caído sobre los hombros. Al verla, quiso echar a correr, pero no pudo, porque el susto le había como aflojado las articulaciones. La rodeaba algo así como un humo o neblina, y la hierba no se movía bajo sus pies descalzos. Inmóvil, rígido de pavor, la estuvo mirando largo rato, y de pronto aquella póra le dijo claramente, sin despegar los labios:

-Che ko nde sy.

Aseguraba Fernando que la aparición aquella tenía una voz que sonaba como música. Darío, un tipo rústico, crédulo, no necesitó más para creer lo que Fernando le refería con tanta agitación y miedo. Él también había visto fantasmas y acechado con ojos medrosos la luz fosforescente y antinatural de los entierros. Sin embargo, trató de calmarlo y calmarse él también, simulando una serenidad que estaba muy lejos de sentir.

- Umicha mba´eko ndajaroviaia vaerã. Tekotevê ñandevyroite, ndeicha.

Habló así aparentando tranquilidad. Fernando, acostumbrado a obedecerle y respetarle, nada le respondió. Pero ni Dario ni nadie hubiese podido convencerle que lo que sus ojos acababan de ver eran fantasía e imaginaciones suyas. Nada. Ni amenazas, ni retos, ni castigos hubiesen conseguido borrar de sus pupilas la visión de aquella flaca y desmelenada figura de mujer que caminaba por la hierba sin hollarla.

Dario quedó preocupado por este raro suceso, y una tarde, charlando en el almacén del pueblo con Domingo, un viejo y respetable estanciero del pueblo, le contó lo que le había pasado a Fernando. A pesar de sus muchos años, y tal vez por eso, Domingo era muy supersticioso. Para él, El Pombero, El Jasy Jateré, El Teju jagua y otros seres por el estilo eran la más clara señal de que había otro mundo que se comunicaba con el nuestro por medio de esos extraños individuos, y constituían manifestaciones del poder de Dios. De esta conversación dedujo Dario que el fantasma que vio Fernando era el de su madre. Era pues, todo lo real que puede ser un fantasma y había que tomar precauciones y cuidarse para no tropezar con él en el momento menos pensado. Para no dar a la estancia triste renombre ni despertar alarma, a nadie contó el suceso. Pero su silencio de nada sirvió. Fernando se encargó de contarlo, y pronto los peones comenzaron a demostrar inquietud y susurrar comentarios. Bastante le costó a Dario tranquilizarlos.

Unos días después, Dario fue a ver a Domingo. Había preparado durante todo ese tiempo una objeción para demostrarle que se había equivocado al aceptar como reales las fantasías de Fernando. Si Domingo le daba la razón, podría dormir tranquilo con la seguridad de que la aparición vista por el muchacho era fruto de su imaginación exaltada. Hallo a Domingo mateando frente a su rancho, y al saludarlo, lo primero con que sus ojos se encontraron fue con esa su eterna y ladina sonrisa, que no se le caía de los labios y que, como otras veces, lo desconcertó. Tuvo que charlar de diversos asuntos para recuperar su perdida desenvoltura y cuando juzgo la ocasión propicia, trajo la conversación al terreno de los aparecidos y ánimas en pena. Sin embargo, nadie le quitaba de la cabeza la idea que desde el primer momento Domingo había adivinado cuál era la verdadera intención de su visita. A Domingo le pareció natural, en contra de lo que pensaba Dario, que el ánima de la madre de Fernando dejase de aparecer por algunos días. Esa ausencia no era ninguna prueba de que la póra sólo existía en la cabeza del muchacho. Pero cuando Dario esgrimió lo que él creía irrebatible argumento de que la madre de Fernando murió lejos de la estancia, en otra comarca y por consiguiente, no podía aparecer a cientos de leguas de distancia de su tumba, fueron tantas y tan al caso las pruebas que adujo Domingo para demostrarle lo contrario, que Dario se rindió a la evidencia, a pesar de que no le faltaban ganas de llevarle la contra. Domingo recordó la horripilante historia de Buenaventura, amigo de ambos y nacido en ese mismo valle, y el cual fue muerto en el Chaco. Su matador se vino escapado de allá y entró a trabajar en la estancia de Domingo. Pasó un año y otro y ya hasta al mismo asesino, se le había olvidado su crimen, cuando una noche oyeron penetrantes llamadas de socorro detrás de aquel rancho. Corrieron a ver lo que sucedía. Poco falto para que en la oscuridad pisaran el cuerpo sin vida del asesino de Buenaventura. A favor de las luces que llevaban pudieron notar que el cadáver tenía los ojos fuera de las órbitas y la cara acardenalada, y en el cuello la señal de unos dedos que por su longitud y forma, no parecían de ser humano. Cuando dos o tres horas después Dario tomó el camino de la estancia, iba rumiando mentalmente lo que le dijera domingo, y muy convencido de que el alma en pena de la madre de Fernando era un habitante más de la estancia, con quién había que contar de allí en adelante.

Durante el verano, Fernando acostumbraba dormir afuera, bajo el corredor de la casa, tendido sobre unas jergas y restos de arpillera, pero desde que tuvo la horrible aparición, ni amenazas, ni burlas, ni nada, conseguían hacerle dormir en su antiguo lugar, habiendo tomado como dormitorio, con la autorización de Dario, una pieza separada de la de éste pared por medio. Allí, en el suelo, echado sobre unos harapos, pasaba la noche. No bien comenzaba a caer la tarde entraba en la casa y ya no salía de ella por nada del mundo. Sin embargo, el ánima no volvió a aparecer. Pero en la estancia siguieron las preocupaciones, y eran tanto la opresión y el temor de los peones, que en los sucesos más parvos y comunes, como con el rumor del follaje, el pasturar y andar de los animales en la noche, las sombras movedizas en los claros de luna, recelaban la presencia del fantasma y se llenaban de miedo.

Por aquellos días, unos cuatreros que mantenían en zozobra a los estancieros de la comarca, robaron de El tuyuyú gran cantidad de ganado; poco después de este suceso, Dario fue al pueblo y en una partida de juego perdió una fuerte suma de dinero; y cómo si tantas desgracias juntas no fuesen bastante, al retornar al pueblo triste y sin un peso, halló a su parejero, hermoso caballo al que apreciaba muchísimo, muerto de modo misterioso. Malhumorado, no sabiendo a quien acusar de estas desgracias ni en quien descargar su enojo, terminó por hacer recaer toda la culpa en aquella maldita aparición que sin duda, se había propuesto perseguirle y causarle daño.

Nadie, por más que se empeñara, hubiese conseguido quitarle de la cabeza esta idea; pero como se veía impotente para luchar y defenderse contra un ser sobrenatural, y el cual seguramente poseía rápidos y extraordinarios medios de vencerle y producir aún peores daños, empezó a desquitarse en Fernando. Era éste que con su presencia traía al fantasma. ¡Si, hubiese estado lejos! Y por un momento, pensó en echarlo o alejarle de allí. Sin embargo, el cauto y prudente Domingo le hizo desistir de semejante propósito que podría acarrearle el odio y la dura venganza de la aparición. La falta más insignificante cometido por Fernando era motivo bastante para que Dario se encolerizase y le insultase. Veces hubo en que le castigó hasta lastimarle.

Pero un día las cosas se precipitaron. Una mañana lluviosa, visitando las caballerizas, se encontró Dario con que Fernando había olvidado poner la tranquera al pesebre del parejero de su predilección, y el cual ocupaba el lugar de aquel otro muerto un tiempo atrás. Notar el descuido y encolerizarse, fue todo uno. Su rabia aumentó al ver al parejero mojándose bajo la lluvia que caía en ese instante. Enfurecido se dirigió a la casa e hizo llamar a Fernando. No bien entró éste en el comedor, le agarró de los hombros, lo sacudió brutalmente, y luego tomando un rebenque, lo descargó varias veces sobre las espaldas del muchacho. Y al final le gritó:

- Upe haguere reketa un mes entero okápe. Agã upepe reikuaane.

En su rabia le había aplicado la pena más severa a que podía someterle. Para Fernando era un espantoso castigo. Tal fue su pánico que se echó de rodillas a los pies de Dario y suplicó, rogó, lloró buscando su perdón. Más todo fue inútil, Dario se mantuvo inflexible. Ese castigo le serviría de lección. Hasta llegó a justificar su enojo diciéndose que Fernando, abusando de su bondad, había terminado por volverse perezoso en el trabajo.

-Che perdona (na), che patrón (mí) –dijo Fernando- Anina upeicha che “castigá”

Se había apoderado de su ánimo una cruel y torturante angustia. Su imaginación revivía e inventaba espantables visiones, y se figuraba estar ya solo en el corredor desierto, frente al campo silencioso, agrandado hasta el infinito por las sombras de la noche, poblado de miles de extraños rumores y escondiendo entre sus negruras peligrosas asechanzas. Y a medida que su miedo le creaba otros y más temibles peligros, aumentaba su terror y con él sus lamentaciones y demandas de perdón. Pero de nada le valieron. Dario no cedió y cortó de golpe, diciéndole con lenguaje seco e imperativo:

-Tereho

Como única respuesta, Fernando puso se en pie, pero no hizo ademán de retirarse. Permaneció quieto, fijando en Dario una mirada perpleja, como si dudara de la realidad de lo que le estaba sucediendo. Dario sostuvo esa mirada de asombro y susto a la vez, y luego, tomando por desafío tanta insistencia, irritado volvió a alzar el látigo a la vez que le mandaba:

-¡Tereho ha´ema niko ndeve!

El muchacho parecía no darse por enterado. Entonces, Dario avanzó hacía él y profiriendo gritos e insultos, le sacó de la pieza a empellones.


Durante todo el día cayo una lluvia cernida, que impregnaba de tristeza y humedad el campo. Por la noche, Dario se encerró en la casa. Pasaron las horas. Durante todo el tiempo que Dario permaneció despierto en la cama oyó el roce del cuerpo de Fernando en el piso del corredor, al otro lado de la puerta, junto a la cual se había acostado para pasar la noche. Sintió se tentado de perdonarle y permitiera que durmiera dentro; pero se resistió a esos buenos impulsos. A media noche, le sobresaltaron aullidos y voces de auxilio, seguidos de fuertes golpes dados en la puerta. Quien los daba era Fernando. Tenían esas demandas de socorro un acento tan desesperado y angustioso que Dario, a pesar de la rudeza de su ánimo, sintió erizársele la piel. Saltó de la cama, corrió hacia la puerta y la abrió. El cuerpo de Fernando, apoyado contra la misma, desplomó se en el suelo. En ese momento, dos peones que oyeron los gritos acudieron; y entre ellos y Dario levantaron al muchacho y lo llevaron a la cama. Largos y pacientes cuidados necesitó Fernando para salir del profundo desmayo en que había caído, y luego una fiebre persistente y alta, que a ratos lo ponía en un estado delirante, lo mantuvo en el lecho más de un mes. Cuando logró levantarse, su delgadez y su aspecto de pobre imbécil llenaban de compasión y tristeza el corazón de los campesinos.

Transcurrió un año, y Fernando durante todo ese tiempo no presentó síntoma alguno de mejoría. Tampoco nadie alentaba la más leve esperanza de que recuperara la perdida razón. Su estado era en verdad lastimoso. A las preguntas que se le hacía para que explicase qué vio y qué trazas tenía el monstruo, el cual tanto daño le produjera, respondía con sonidos inarticulados y con su mirada de siempre, en la que se pintaba una expresión de alegría apagada, invariable, sin vida. Andaba por la estancia a su talante solo, y al encontrarse con alguien le sonreía, lanzaba dos o tres gritos sordos y continuaba su camino. Pero donde jamás osaba poner los pies, apartando la mirada con miedo era en el corredor, que parecía traer temibles recuerdos a su espíritu entorpecido. Había adquirido la costumbre de refugiarse en un rincón del comedor ni bien comenzaba a anochecer, y allí se estaba quieto, con los ojos clavados en la puerta, como si por ella hubiese de entrar alguien que iba a aterrorizarle de nuevo. Si Dario se hallaba presente en ese momento, su mirada se animaba, se volvía muy viva, saltando con inquietud de la puerta al capataz y de este a aquella. Resplandecía, a veces, en la mirada del idiota un rencor fuerte e inexplicable hacia Dario, un odio que ocupaba toda su vida y que era su único sentimiento humano. El capataz veía ese rencor irrazonable, que había brotado en el corazón de Fernando sin que su voluntad interviniera para nada, y que lo llevaba consigo tan naturalmente como llevaba los brazos. Dario se daba cuenta de que era inútil todo lo que hiciese por desarraigar tal sentimiento, ya que según él decía de estas cosas “ñande jara mante (O) dispone”. Sin embargo, aquellos ojos que vivían solo para mirarle con odio, embarazaban su vida y le inquietaban por lo mismo que no olvidaba la parte de culpa que le correspondía en la desgracia del muchacho.

Pasaron cuatro meses más y siempre se sucedían las mismas cosas: la mirada de rencor de Fernando y el desasosiego que ella producía en la vida de Dario. Pero un suceso banal, avivando aquel rencor, vino a trastornarlo todo. Uno de los peones, para amedrentarlo, le amenazó en broma que Dario, enojado no sé porque, le haría dormir por la noche en el corredor. Enorme pavor desencajó el rostro del muchacho, y cuando el peón, sin advertir ese terror, volvió a decirle: Nemongueta okápe Fernando dando muestras de pánico, corrió en dirección de la casa, cómo si alguien le persiguiera. Se refugió en el comedor y fue a sentarse, cual perro que huye temeroso del castigo, en su roncón de siempre. Atardecía. Largas sombras se deslizaban por el piso y las paredes. Toda la casa se hallaba sumergida en un hondo y campesino silencio. Desde su rincón, Fernando miraba el techo, miraba el suelo y miraba un fusil apoyado contra la pared, dejado allí por Dario. Por momentos su mirada se encendía con fulgores de inteligencia. Poco a poco, esa mirada que saltaba del techo al suelo y de aquí al fusil, se detuvo en este último.

Ese fusil de pie contra el muro pareció aplacar del todo la inquietud de su mirada, y sus ojos comenzaron a recorrerlo de arriba abajo con extraño regocijo. Sus labios empezaron a temblar y sus manos se agitaron. Se hallaba como obsesionado, como atraído irresistiblemente por el arma, y cuanto más la miraba tanto más crecia el movimiento convulso de sus manos. Se había levantado a medias, como si fuese a pegar un salto. Se oyó fuera la voz de Dario, fuerte, imperiosa como siempre. Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Fernando y un grito sordo, roto, se escapó de su boca, como si el grito se hubiera quebrado dentro de su pecho. Tendió la cabeza para escuchar, sonaron pasos en el corredor. El ruido animó en sus labios una enigmática sonrisa, los pasos se oyeron más cercanos, la atención de Fernando se hizo más intensa y al mismo tiempo una expresión de angustia contrajo su rostro. De súbito, el gesto del muchacho dio la sensación de que con un poderoso esfuerzo interior, había hecho saltar los cabos que sujetaban sus ansias criminales.

El gesto de tensión y angustia en su rostro se convirtió en gesto de alegría y placer profundo. Fue hasta el fusil, lo agarró y se lo echó a la cara apuntando hacia la puerta. Al aparecer Dario en ella, hizo fuego una vez, dos veces, tres veces. Después bajó el arma, miró hacía todos lados con expresión de miedo y fue a dejarla en su sitio. Y comenzó a dar gritos al ver que Dario, luego de dar varios pasos hacia adelante, caía al suelo. Después, silenciosamente fue a sentarse en su rincón con la misma mirada y la misma sonrisa sin expresión de todos los atardeceres.